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Y el viejo montonero, empezó así su relato:
“Ya casi era de nochecita cuando los arrieros decidieron acampar debajo de un arbolito. Después de descargar la piara compuesta de mulos y burros, amarraron a la bestias para que no se espantaran. Sacaron de las talegas de fiambre los chifles (1) y se pusieron a merendar; después sacaron las limetas y se pusieron a beber agua; finalmente, sacaron la botella de anisado y se pusieron a cortar.
Algunos, ya acomodaban las jergas en el suelo para acostarse a dormir y se tapaban con sus ponchos, cuando, en el silencio de la negrísima noche, se oyó el llanto de una criatura recién nacida.
- Ñe, ñe ñe ñeeeeé! Gritaba el angelito.
Casi todos aguaitaron en medio de la oscurísima noche, tratando de ver una lucecita que señalara la choza de donde salía el llanto. Pero como el llanto se oía más cerca y más desesperado, don Floro, el dueño de la piara, comentó:
- Yo vide que naides vivía puaquí, de juro que algunos caminantes se han apiau cerca de nosotros-.
- Y qué modo de gritar el churre, (2) compadre, si se despeluca el cuerpo de oírlo -dijo uno-. Parece llanto de mal de los siete días, agregó otro.
Después siguieron conversando, diciendo que la criatura seguramente estaba sola, pues no se oían voces ni pisadas en la soledad del campo. Alguno opinó que se le habría caído a alguna viajera, y no faltó quien supusiera que alguna madre desnaturalizada lo hubiera abandonado adrede, para no desgraciarse y para verse libre del peso del hijo.
Don Floro, hombre cristiano y comedido, propuso que lo mejor era ir a buscar y recoger a la criatura y, sin pedir ni esperar que otro lo acompañe, cogió su poncho y tomó el camino de donde venía el llanto.
- Ñe, ñe, ñe, ñeeeeé! Lloraba con más fuerza la criatura.
Parecía que aquicito nomás estaba, se iba diciendo, mientras caminaba dándose cuenta de que se alejaba regular distancia.
Al fin detrás de unas pencas y varas largas de espinudos sampedros, distinguió uno como resplandor y, al piecito, tiradito en el suelo, como acabadito de venir al mundo, se desgañitaba, llorando a grito pelado, un varoncito.
En llegando, agarró a la criatura y con mucho cuidado lo envolvió en su poncho, emprendiendo el camino de regreso.
Al apretarlo contra su pecho en humano afán de protección, reparó en que el niño ardía de fiebre.
-Angelito de Dios! comentó en voz alta.
Entonces oyó que el niño reía a carcajadas.
Extrañado de que hiciera esto un recién nacido, lo aguaitó por la boca del poncho, viendo horrorizado que la cara del muchachito coloreaba como la candela, las vistas (3) le relampagueaban y un aliento jediondísimo le salía de la boca adornada de un colmillazo que le daba hasta el pecho, al tiempo que le decía con voz gangosa:
- !Taita, mírame el diente!
- Ave María Purísima!, exclamó el caminante santiguándose y aventando a la criatura contra el suelo, la que al caer, se hizo una verdadera candela, de la que salió el mismísimo demonio, con sus cachos, con su rabo, con sus patas de cabra y despidiendo olor a azufre.
Antes de privarse, oyó que el maligno le decía:
- ¡Gracias a que llevas puesto el Escapulario del Carmen no alzo contigo; si así no fuera, ya te llevara...!
Al poco y como no volviera, los otros arrieros salieron a buscarlo; ahí lo hallaron, casi boquiando y echando espuma por la boca, pero bien agarradito de su Escapulario”.
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(1) Chifles – rodajas fritas de plátano verde.
(2) Churre – niño.
(3) Vistas – ojos.
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Ensalzando un Angelito
_ ¡Cuatro seguidos de fiebre, ligeras y vómitos; luego alferecía, y adiós..., se quedó muerta la criatura...!
_ Felizmente sus taitas, dentro de su ignorancia y pobreza, tuvieron la sabiduría de guardar alguna platita para el velorio, y no se les ocurrió gastarla en llamar a un doctor. Para eso no les alcanzaba. Vivían tan lejos del pueblo que, quién sabe cuánto les cobrarían por llevar y traer en carro al doctor. Y después la gastadera en los remedios de botica...
_ Mariya, ándate pa la pampa con los churres, y ajúntate una cañitas pa hacer el altarcito!.
_ ¡Ay, mama, que vayan nomás los churres, me vayan a caer piojos con el sol!.
_!Palangana!, pa la pezpitería de a la noche nomás te quieres guardar.
Interrumpió el padre la charla con una palabra soez, luego escupiendo por el colmillo, reanudó la tarea de hacer una como escalerita de maderas y cañas.
En esa escalerita sería colocado, paradito, el angelito con todo su ropa nueva y apropiada.
_!Ya está lista su batita!.
La madre, tímidamente le pregunta:_¿Trujites la coronita de papelitos platiaus, pa que se vaya coronadito al cielo.
_!Ahitá en a alforja, junto con los papeles para hacer las cadenetas!.
Entonces vuá a emprestarle las tijeras a ña Sunción.
Llegaron los chicos con suficiente material; y luego con cajones reunidos en el caserío, se armó y adornó el altar mortuorio en una mesa con blanca sábana y al rededor se le puso estampas, espejos pequeños, banderines y cadenetas de colores. También había algunos ramos de flores y de papel.
El parvulito que estaba en una hamaca armada entre dos horcones, fue sacado por la madre, que al estrecharlo por última vez, rompió a llorar, gritando con un tono, que sin dejar de ser triste, parecía una canción _!Ay, mijito, ay mijito, que te fites, me dejastes!.
Furioso el padre, le arrebataba el niño muerto, imprecándole solemnemente:_!Calla, mujer, ¿quieres que la criatura se vaya triste al cielo?.
Desde adentro, la voz de la María informó _Ya están listas las gallinas con la zarza de cebolla!. ¡Falta el pan y el anisau pa la compaña.
Alguien trajo luego dos grandes talegas con panes y varias tinajas con olorosa chicha.
El tiempo fue pasando, ya era hora que encendieran los candiles y las lámparas con tubo.
Los que van llegando, empiezan a elogiar el aspecto del angelito.
_!Qué lindísimo que está el angelito en su altarcito!
_!Todito rodiadito de lucecitas como estrellitas!.
Tal parecían las velas encendidas que se multiplicaban reflejadas en los espejos.
_!Su batita, toda blanca con blonditas...!
_Y la coronita?. ¡Milayita!
Continúan llegando los convidados. Entran primero, en hileras bulliciosas muchachas, vestidas de fiesta y de pelo suelto. Los hombres se van reuniendo afuera, todavía no se atreven a entrar.
Ponen en la mesa el primer chiriguaco (1) de chicha, junto con los potos, que son los limpios recipientes de escanciarla.
_!Traigan el, endispensando la mala palabra, cojudito (2), para que prueben las mayores y no beban mucho y se vayan a marear.
Viejas de falda negra y arropadas en su manta, en cuyos ojos se lee que se les hace la boca agua, esperan sentadas en largos bancos de madera, barbacoas y banquetas.
_!Dele usté a Don Demesio!
_Alcáncele a don Zacarías Profeta!
_!Ahí dentran las Pajuílas!
En medio de este diálogo empiezan a correr de mano en mano los recipientes con chicha. Ya el latigazo alcohólico fustigó los primitivos y tímidos espíritus. ¡Adelante la borrachera y a olvidarse de la muerte!
_!Dentro pa dentro, Pasión!, Cuidau con las vigüelas...!
_!Jijijijí
Primer jajay, la gorda doña bococho se empieza a poner colorada, todos hablan a un tiempo y en el tono más alto de voz.
_!Mama, Serapio me ha agarrau mi cajeta de vaserola!
_!Gua, yo no he sido!
_!Atiendan a la compaña! ¿trujiste el anisau? ¡Corre!
_Asiento a los guitarristas.
_!Qué viva, ya llegaron los ensalzadores!
Dos hombres, uno mozo y otro de edad madura, tiemplan sus guitarras y empiezan a cantar con música tristísima y monótona, esta que es una primera cumanana y que dice así:
“Dios te mandó a llevar
para bastón de María
Que, lindo que está tu altar
Lleno de espejería”
Luego de unas frases de aliento y unas cuantas expectoraciones, siguen con esta otra:
“Te vas a juntar en la Gloria
con los ángeles en montón,
te guardaré en mi memoria
y el fondo del corazón”.
Después siguen otras para consolar a la madre y pedirle al angelito se acuerde de los presentes en la Gloria, como esta:
“Madre, no vayas a llorar
por que tu hijo se fue al Cielo
por sus padres a rogar
y a gozar de los más bueno”.
“Por tus queridos padrinos
también tienes que rogar
y por todos los presentes
que te vienen a ensalzar”.
De cuando en cuando el silencio que se hace en intervalos de la canción, es interrumpido por un sofocado sollozo de la madre. Ese pedazo de sus entrañas, que hoy rodeado de flores y papeles, está inerte, cuando hace pocos días nomás gateaba por el suelo...! ¡Ay, los corazones de las madres son todos iguales a pesar de la incultura y la falta de educación!.
El padre que, indudablemente siente lo mismo, trata de ahogar su dolor en el alcohol, y desde lejos, amenazadoramente, abre los ojos, colérico, al encontrarse con la mirada de su mujer, controlando así su dolor de madre.
_!Hay que ensalzar al angelito para que no se vaya triste al Cielo!
_!Traigan los sangúches!.
_!Don Julio, flótese el lobanillo con la mano del angelito, para que se le quite!.
Ahora vienen las marineras.
!Denle a las vigüelas. ¡Güena con el cajón!
Una pareja rompe el baile, haciéndole antes una venía y como pidiéndole permiso al angelito. Otras parejas se unen y rodean el mortuorio, bandereando los pañuelos. Golpes de mano, gran zapateo y polvareda.
_Arza, ahi va, ahi va!
_!Que alegría de compaña!
_!Que contento que estará el angelito!
_!Pásenle un dedo mojado en chica por la boca al angelito, para que no se vaya con la hiel reventada al cielo!.
La risa de doña Bococho, rodeada de dos compadres, es ahora casi hipo, Ruidosos eruptos y picantes observaciones. Y así pasan las horas de la noche y de la madrugada, de la mañana, harta que llega la tarde.
Bajan al angelito, lo meten en su cajoncito y se lo llevan a enterrar.
A prisa le dan sepultura y regresa la compaña a continuar la fiesta.
A partir de este momento, nadie se acuerda cómo acaba la reunión. Conforme se les termina el anisado y las fuerzas se van retirando y así amanecen, unos en sus casas, otros en la pampa...”
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(1) – Chiriguaco – cántaro pequeño para la chicha
(2) – Cojudito – recipiente pequeño de calabaza
“El Pelamiento”
Llegó la víspera del día señalado.
En fila esperaban tres aliados de Baco: cerveza, pisco y chicha.
Muchos animales han sido sacrificados; la comilona prometía ser tan grande que dejaría atrás a la de las bodas de Camacho...
La casa estaba llena de parientes venidos de diversos lugares para ayudar en los menesteres y luego disfrutar de la fiesta.
_Anda báñate al moñón, refriégalo bien y de piójalo!
En la tarea de quitarle los piojos, intervienen todas las mujeres, quienes por turno, se pasan al moñón; ninguna quiere perderse el placer de hacer tronar los piojos entre los dientes.
Acabado esto, se pasó al rizado casero. Todos los bellos le son envueltos y amarrados con tirillas de tela.
_!Y de ahísi, a dormir!_
_Pobre moñón, cómo podrá reposar su cabeza con tan duros envoltorios en ella...!
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Amanece. Felizmente es domingo. Desde el alba y durante todo el día, gran ruido del mortero, del batán y del familiar chiz-chiz del cuchillo, sacándole filo contra el borde de una piedra o de una tinaja.
El moñón, arrullado por estos sonidos, duerme. A las seis de la tarde lo sacuden y lo despiertan. Lo visten con su traje nuevo, le quitan los improvisados rizadores y proceden a la importante y habilidosa tarea de peinarlo en crespos.
_!Alcánzame la peinilla que está ensartada en la quincha!_
_!Sácate la pieza de cinta colorada de a dedo de ancho!_
_!Tate en juicio. Muchacho! ¡Daléyate pacá! ¡Mira que te doy otro cocacho!
Al fin, después de gran lucha, termina el suplicio para el moñón y la peinadora. Cada crespo ha sido coquetamente anudado con un lacito rojo... ¡Suerte que él no alcanza a mirarse en el espejo, que si se viera...! llevan al personaje a la sala. Al verlo, los numerosos chiquillos presentes, desde el fondo de su corazón exclaman admirados a coro:
_!Miénchicla!_
Avergonzado el moñón, baja los ojos murmurando entre dientes:
_!Che!_
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Ya la casa no cabe de gente, son las diez de la noche. Es hora de empezar la ceremonia.
Sientan al moñón en una mesa. La concurrencia dividida entre padrinos y “mirones”, le rodea.
En una bandeja traen las tijeras. Son seis padrinos de honor y están por parejas. Listos los platillos para recoger los capillos y los rizos que serán cortados.
En silencio se acerca primero doña Juana. Coge uno de los más gruesos crespos, de los especiales para los padrinos. Lo corta y lo deja en el plato de la encargada de recibirlo. A continuación, deposita en una bandeja especial que le ponen por delante, tres rojos billetes de diez soles cada uno.
Murmullos de admiración- ¡Buena mano doña Juana!
En seguida su compañero, don Coliche, hace los mismo, de capillo: cuarenta soles.
Aumentan los murmullos y la nerviosidad entre los padrinos, que no habían pensado dar tanto.
Siguen por orden, la Felipa y don Sinecio, quienes dan veinte y treinta soles de capillo, respectivamente.
Momento aciago: La madrina, señorita Conce, después de actuar en el pelamiento, tímidamente deposita un billete de cinco soles, lo cual, al ser advertido por todos ocasiona comentarios burlones, sobre todo de los chiquillos, _!Fuuuú, gua, madrina de palo!.
Su acompañante, llamado el Zarco, viudo sesentón al dar su capillo como padrino, lo hace con un flamante billete de cincuenta soles.
Nuevo comentario: _!Velay, el padrino salvó a la madrina!_
Roja de vergüenza la Conce no sabe qué hacer ni qué actitud tomar; pues ahora, más que nunca, sabe que el Zarco la quiere enamorar. Este, como dejando establecida su actitud de pretendiente dice en alta voz;
_Yo, con usted, señorita Conce, vamos a valsar toda la noche._
En seguida la madre del niño, ceremoniosamente, da la mano a una madrina con estas palabras:
_Perdón, comadrita, por algunas malas palabras que le “haiga” dicho, agora que semos comadres aquí y entre los ojos de Dios._
La otra contesta: -¡Comadrita, las palabras que haigamos tenido son olvidadas y perdonadas!_
Este ritual es repetido con las demás madrinas y padrinos.
Ahora les toca a los “mirones”. Todos, sin excepción, se van acercando y cortando tal cantidad de pelo como la del capillo que van a echar.
_!Mirones de un sol pa arriba!_ ordena alguien.
_!Buen pelamiento; lo que es la Pancha no sacó ni pá los gastos!_
Acabada esta ceremonia se sirve la primera copa. Sobresalen las voces de los padres:
_Compadritos, comadritas ¡tomémonos una copa pá sentar el padrinazgo!_
Ya trasquilada la criatura, es dejada en libertad y se dedica a corretear con los otros niños.
_Pasau mañana, después de la corcova, (1) pá que te empareje el peluquero._
_!Con usté, comadrita, con usté compadrito!_
Empieza la comilona. Mesa aparte para los padrinos. Primero sirven pavo con tallarines.
Gritos de los chiquillos y de algún perro que pisaron la cola.
Ahora sirven el chancho con los camotes horneados en “cupús” (2). Todos con naturalidad se lamen los dedos.
Los muebles son arrimados a las paredes y empieza el baile.
Dos guitarras, dos laúdes, dos violines de criollo material y confección forman la orquesta.
Fiel a su palabra, el Zarco toma de la cintura a la señorita Conce y rompen el baile, seguidos por las demás parejas de padrinos. La cerveza, el pisco y la chicha corren haciéndose la competencia en llegar a embriagar más pronto.
A eso de la media noche, sirven el aguadito de gallina para darse aliento y continúan bebiendo hasta el amanecer.
La despedida, siempre es con estas prometedoras palabras:
_!Hasta mañana, pá la corcova...!
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(1) Corcova – fiesta que sigue al otro día.
(2) Cupús – horneado bajo tierra.
Es en la festividad de Todos los Santos y la de Los Fieles Difuntos, que señala el santoral el 1° y 2 de Noviembre, respectivamente, donde el pueblo encuentra modo de expansionar su devoción en un culto exagerado a la memoria de los muertos.
La razón de acabarse materialmente, el fin de la carne, el misterio de la muerte, resultan impenetrables ideas en las hurañas mentes y forman todo un caos de supersticiones tradicionales.
Y es por esto que siempre tratan de olvidar tales temores y misterios con mucho ruido y alcohol.
Apenas empieza octubre y ya se notan los preparativos.
Son las compras que se hace para confeccionar coronas, ramitos y palmas, cuyo precio varía según el material empleado en su confección. Las más modestas son de alambre con flores de papel; siguen categoría las de harina de pan coloreada; y las más caras de hojalata pintada y adornada con cabezas de angelitos.
Curioso aspecto van tomando desde entonces los mercados con estas pintorescas coronas. Así, también, se prepara a las linternas o se compra otras nuevas y, de no ser posible, se provee de velas.
Al 1° de Noviembre le denominan Día de los Angelitos. Amanecen en los puestos especiales del mercado y en las dulcerías, los famosos “angelitos”. Son estos unos dulces diminutos como símbolo de la porción humana que es un niño.
Vamos al mercado. Aquí están los niños y los llamados angelitos: rosquitas, cocadas, alfajores, suspiros, manjarblanquillos...
Todos los niños del pueblo se han dado cita en este lugar y van lo mejor vestidos que pueden. No faltan los huerfanitos de la mano de algún familiar.
_!Mamaaaaa!, gime uno que se quedó rezagado. Pobrecillo, aún no le han dado los angelitos, o se los han dado mucho; lacrimales y mucosas funcionan a torrentes en su morena carita.
_!Arreya, muchacho!, lo anima la madre.
Un rechoncho niño que con su paso pregona que estrena zapatos, es acariciado pon una mujer que pregunta - ¿cuántos años tienes hijito?
_!Acaba de ajustar los cinco, señora...!
_Veeeé, los mismos que mi Nativito que me se murió!. Toma, cómete los angelitos a nombre de él!
Otro más tierno, que apenas es un envoltorio bajo la manta de su madre, es observado por una que dice: _¿Dejuro que tuavía no ha ajustau la dieta no?
¡Aja!, responde la otra con tono gutural.
_¿Varoncito?
_!Mujercita!
Un angelito, estilo suspiro, le es desmenuzado en su labios al recién nacido. Luego se le entrega el resto de dulces a la madre- ¡Cómaselos, usté señora, pa que le bajen en la leche al “churrito”, a nombre de mijito que se murió.
Después, todos van al cementerio a “coronar”, esto es, a llevar coronas para los muertos.
Empieza la romería de los portadores de coronas o de ramos de flores de la confección que hemos anotado, o también naturales. Estas ofrendas florales son colocadas en las tumbas de los niños, de los angelitos, cuyas almas en el Cielo ya rodean y ensalzan a Dios.
Mientras tanto, los angelitos de este mundo, siguen comiendo angelitos por todo el resto del día.
El día siguiente, el 2 de Noviembre, es el Día de las Velaciones.
Estas son las famosas velaciones.
Gente de los más remotos confines del departamento, y, a veces desde fuera de él, ha acudido con fidelidad asombrosa de parientes a velar a sus finados. Todos vienen trayendo coronas, linternas de kerosene o de gasolina o de gasolina y numerosos paquetes de velas. La romería es interminable; hay gente que pasa la noche en el cementerio. Velan en la múltiple aceptación de la palabra siempre con los ojos abiertos y una vela encendida en la mano.
De esta manera, procuran permanecer el mayor tiempo posible al lado de sus muertos. En esa oportunidad; en el cementerio, se almuerza, se llora y se recuerda. Los recuerdos plañideros tienen una entonación especial que es la del llanto del pueblo. Este llanto tiene diversidades musicales, con un diapasón que tan presto sube como baja.
_!Ay, mi mamita, ya van pa tres meses que es finadita!.
_!Ay, mi compañero, que se me fue y me dejó viuda, sumiéndome en este amargo pesar!
_!Tiotisto mi finadito Tiotisto, dejuro me estás oyendo...! Tan güeno como eras que nunca dejaste de darme para los alimentos. Siempre que por promesa subías a la Feria del Cautivo, te abajabas trayéndome bocadillos, colaciones y rayaus!.
_¿Te recuerdas, cuando pal Carmen salites de diablico! ¡!Ya no existen esos bailes; como tí, se acabaron los diablicos...! Otro día, de zarcillos, dormilonas me comprates... ¡Ay pero también..., que Dios te lo haiga perdonau..., cuando te mariabas y me arriabas de patadas...!
Durante este discurso lloratorio, la voz sube muy alto con tonada de cumanana, que eriza los cabellos; luego, baja bruscamente para tomar impulso y empezar con nuevos bríos.
No faltan las vivanderas con sus cántaros de chicha; sus canastas de tamales, ollas de patazca. El arroz colorao con los fritos de cebolla, o con seco de cabrito o de chavelo.
Los panaderos con las canastas repletas de las típicas roscas de muerto, hechas de masa de pan de huevo y adornadas con una cruz en el centro.
Otras vivanderas ofrecen la cocada con camote y maní; miel de chancaca con quesillo o con camotes fritos.
En la Cruz Mayor, cobijados bajo los brazos extendidos del Cristo y como procurando hallar consuelo lloran y velan los deudos de aquellos que descansan lejos, bajo una tierra distante.
_ Mama, y esas mujeres qué laya de corona llevan ahí?
_ Son sirvientas de las blancas que vienen con coronas de biscuí y con linternas de caperuza a velar a sus patrones, porque las mandan a velar. Las blancas palanganas no velan...!
Un pequeñuelo grita desesperadamente con llanto ajeno al dolor de los mayores.
_!Ya lo ojiaron!, sentencia alguien.
La sacuden en los brazos, a tiempo que tratan de calmarlo con un ¡Buuuú! Que le tiembla en los labios a la arrulladora.
Ensayan otro procedimiento: _¡Ve, el cueo!. _!Ahí viene el muerto!.
Nada. Más grita la criatura. Entonces, la madre le propina terrible palmazo que amorata más la insignia que en las nalgas lleva nuestra raza altiva, fuerte y tenaz, pues no perdona de este lunar cardenalicio al que tiene de indio; la madre se disculpa diciendo _!Si está endiablau el churre!.
Pero la verdad es que, los angelitos se le han endiablado en los intestinos, quién sabe si será el principio de una gastroenteritis.
Miremos acá un curioso litigio_ ¿Y quién se alzó la corona que dejé aquí en la lápida de mi tiyo?. ¡Viústeso, apenas fui a campear se llevaron la corona!.
La agraviada se echa a buscar por todo el cementerio, hasta que reconoce en otra tumba, la desaparecida corona_ ¡Viústeso, repite, condenando a su finau con corona robada!. ¡Ojalá que a la noche te jale el muerto de las patas...!.
La ladrona por toda respuesta recurre al vulgar gesto de alzarse ligeramente la pollera en la espalda, un poco más abajo de la cintura.
Llegada la noche, se toma café y se bebe anisado para matar el miedo; mientras otros rezan, o los más valientes, hasta refieren cuentos de penas.
Al fin termina este día, el de más sagrada recordación en nuestro pueblo, como que durante él, todas las patronas se quedan sin sirvientas, pues toda la servidumbre tiene que ir a velar.
Témpora es una agraciada muchacha de 16 años, nació un día de las cuatro témporas.
_!Qué buen pelo el de la chica!.
Siguiendo la costumbre de las mujeres de su familia, se peina con agua de carne para que le crezca más abundante el pelo. Las largas hebras que a veces quedan en el peine son pacientemente reunidas por su abuela, que va tejiendo con ellas una soguita para tender pañuelos.
Los días de fiesta, como todas las muchachas, se peina de pelo suelto; pero otras veces, va con sus trenzas “al ser de cuenta que son dos sierpes”.
Aquel día Témpora estaba sola con su abuela en la choza. Sus padres, al igual que los churres, habían bajado al roso, pues recién empezaba la paña de algodón.
Zapateaban dentro de la olla de barro los frejoles de palo y el arroz con carne, mientras las llamas prisioneras entre el rústico fogón de rieles y de piedras, parecían participar de la inquietud de la moza.
_!Camina pacá, muchacha, pa espulgarte...!, la llamó la abuela.
_!Ay, no agüela, que me acabo de peinar!
_!Sos una pretenciosa, te pueden caer piojos y después se te horquía tuito el pelo y...
No pudo terminar la anciana, porque una blanca piedrita cayó escandalosamente encima de la olleta (1) de hervir el café.
_¿Quién tira?
_¡Zas!, otra piedrita.
_!Ve la lisura, ora van a ver...!
_¡Zas!, otra piedrita, esta vez justo en la pollera de la moza.
Indignada la anciana avanzó amenazadoramente hacia la nieta: _¡Ti te has conchabau con algún mozo...!. Ora que venga tu taita le vua contar...!
Temblorosa la muchacha se disculpó jurando _¡Por Dios mama que naides me ha...
_¡Pum! Como imponiendo silencio cayó otra piedra, esta vez del tamaño de la de moler ajos.
_!Ay, Taitita Dios, ánimas benditas!. Aquí, ahora la sueñan a uno a pedradas, exclamaron las dos mujeres abrazándose para protegerse.
Presas del susto aún estaban cuando los otros llegaron de las faenas del campo. Al verles la cara, preguntó el padre _¿Qui hay?.
Después de oír la historia, salieron armados de leños a registrar los contornos. No encontrando novedades, volvieron, haciendo esta reflexión el padre: _!Dejuro que es algún fulano belitre por dárselas de chistoso!.
Durante dos días seguidos se repitió esta escena, optándose, entonces por llevar a la moza al campo.
Mas, cuando llegaron a este lugar, y a la misma hora de todos los días del suceso los que estaban cerca de Témpora notaron que caían piedritas cerca de ella.
_¡De allá vienen, de ese algarrobo...! buscaron y no hallaron nada.
_¡De allá caen, de ese zapote...!
Esta vez, Témpora que iba a la cabeza del grupo, con expresión horrorizada, contempló la copa del árbol, y lanzando un grito espantoso, cayó a tierra privada del conocimiento.
Gran revuelo se armó entonces. Todos los vecinos de las chacras se acercaron corriendo al oír los gritos que daban los que atendían a Témpora.
_¡Ventéyenla...!
_¡Aflójenle la cotilla!
_!Denle agua...!
Vuelta en sí la asustada muchacha, abrió los ojos paseando la mirada y al fijarla en un punto, empezó a temblar, tapándose la cara cual si hubiera horrible visión.
Le va a dar ataque...
_¡No, explicó la madre, ella no es picada del aire!
_¡Ahitá, ahitá, gritaba temblando la muchacha.
_¿Quién...
_¡Uno..., churrito..., sombrerón..., que se da vueltas como trompo...
_¡No ven!, se miraron, como corroborando sus pensamientos, al ver realizado lo que presentían: -¡El Duende!.
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A partir de este día empezaron los comentarios, acompañados de consejos, curiosas panaceas y exorcismos para curar a la moza y espantar al duende que continuaba haciendo su aparición, sólo ante los ojos de su elegida Témpora, la del buen pelo largo.
_¡Dicen que el duende se ha anemorau de la Témpora...!
_¿Qué andará mora?.
_¡No, es puel pelo; el duende se anemora de las moñonas!
_¡Pues, que le corten la pelúcula!
_¡Qué va a querer su taita...!
A veces es un niño que pregunta: _¡Mama, ¿y qué es el duende?
_Crudamente la madre lo instruye: _¡Son las almas de los albortos, que los han enterrau sin echarle el agua!.
_¿Qué laya de agua, mama?. ¿Del río o de la laguna?.
_¡Estúcpido, agua de la Iglesia, de esa de la pila de agua bendita...!
_¿Cómo?, exige el niño.
_¡Es que los duendes no han sido bautizaus, los han enterrau moros...!
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Un día llegó Don Culeco, el curandero más “curioso” del lugar.
_¿Cómo anda la Témpora, don Meche?, entró saludando.
_Ahitá bien maluca, don Culeco; cada día está más pior... Sobre todo, a eso de la oración, me se pone tuita engerida y no quiere merendar...Me se está secando mija, suspiraba casi llorando el bueno de don Meche.
_¡Usted sabe, don Meche, que yo he andau hartísimo y que juí hasta la Guaringas (2) a estudiar la ciencia...!
_¡Así es, don Culeco, por eso todos lo estimamos puacá!. Yo, con mi compañera ya habíamos pensau llamarlo; pero..., la mayor..., la mama de mi mujer, no cree en estas cosas, se crió en la casa de la finada niña Margarita.
¡_Ptsss! Silbó despectivamente el curandero. Pero, usté, ¿no ve a las ñetas de la finada que en veces vienen con el pretexto de alzarse un chivito de leche de la hacienda, se dan su brinco acá a mi choza pa que yo les juegue las cartas?.
Evitando comprometerse, don Meche respondió el enigmático_ ¡Quién sabe, señor!. Pero, al fin, después de más plática y por muy poco dinero, don Culeco se comprometió a librar a Témpora del tormento de verse perseguida por el duende.
El remedio, bastante común en nuestro folklore, consistía en untar el bello rostro de la muchacha con algo muy repugnante.
_¡Velay, como el duende es muy asquiento...!
Pero no hubo tiempo de proceder así.
_Juuiiiiiiií,! Se oyó un silbido muy agudo.
_ Ahi viene, ahi viene!, empezó a lamentarse la muchacha.
_¡Traigan la agua bendita, pedía a gritos la docta abuela.
_¡Todavía no la ha traído Timolón que se jué al pueblo!.
Como una burla, el pícaro duende, en vez de piedras, hoy arrojó agua.
_Guauuuuuuu!, aulló el perro.
_¡Totototó, viringo!. (3) ¡Cújele, cújele, cújele!.
_¡Tráiganme una “en dispense usté”, pidió desesperadamente don Culeco.
Traído el extraño continente con su contenido, fue puesto sigilosamente frente a Témpora.
_¡Fuche, don Culeco!
_¡Tate quieta, muchacha, no te muevas de allí!.
_¡Ay, no, don Culeco y si me empuña el duende?.
_¡No seas ardilosa, el duende no es atrevido!.
Quieta se estuvo la Témpora. Quieta pareció quedarse la naturaleza en aquel anochecer.
Hasta los “cololos” (4) en la laguna dejaron de decir ¡cololololó!.
Y en ese silencio, se oyó una voz gangosa que decía:
_¡Tan cochina...!, ya no te voy a querer...!
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(1) Olleta, jarra de hojalata.
(2) Guaringas, laguna de Huancabamba
(3) Viringo, perro negro sin pelos.
(4) Cololos, sapos.
_¡Tututututú,! Señora ¿no me ha visto una gallina copetona?.
Sobre una triple papada, respondió una voz de tono vacuno: _Noooó!.
_Deme un permiso pa dentrar a su corral no se me haiga brincau por la quincha.
_No puedo, mi marido anda ocupau.
Con mirada recelosa, se retiró la Lutgarda y continuó indagando por las casas cercanas. Desalentada por su infructuosa búsqueda, se lamentó retadoramente al pasar frente a la puerta de quien no le permitiera buscar en el corral: _¡...Y se perdió la gallina!.
Pasadas algunas horas volvió a insistir ante su vecina doña Epifania, reclamando como un derecho, el registra la casa buscando su gallina.
Siempre fue despedida con evasivas que hicieron acrecentar más las sospechas de considerarla ladrona.
_¡Ajá, ya vas a ver cuando me haga rifar en los naipes!.
Fue llamado nuestro conocido don Culeco, quien luego de escuchar la consulta, con gesto impresionante sacó de la baraja que portaba en el bolsillo la sota de bastos. Pronunciando secretas palabras, fue repartiendo el naipe al rededor de esta carta en porciones de tres. Luego, volteó la sota; sobre el reverso de la misma, atravesó otra carta, seguida de cuatro más entretejidas en cuadro. Al dar la vuelta a este conjunto de cartas, empezó a leer el adivino, señalando la sota de copas que aparecía abajo la de bastos: _¡Tí, (la de bastos) tienes en tu corazón con cólera, una mujer gordona y blancona, que le gusta el claro. Esa se ha robau tu gallina y se la piensa comer pa su santo que cae en la Fiesta de Reyes.
_¡Iiiiiiiihh!_ Exclamó radiante Lutgarda, _ Ya sé quién es. Gracias, don Culeco; ¿cuánto le vua pagar?
_Cinco soles, nomás hija_.
_¡Guá! ¿Tanto?.
_Sí, pues, hija, pero una gallina te cuesta veinticinco..._
_Ajá, de veras_, terminó de razonar la otra, entregando sus cinco soles.
Ahora la Lutgarda con este vaticinio, pasó envalentonada: _¡...Y se perdió la gallina!
Imposible repetir las palabras que cambiaron las dos vecinas.
_¡Si con el naipe no confiesas, ahora que ahorque mi “San Antonio” verás!.
Ciega de indignación fue a su casa, y en el fondo de una gran caja de madera buscó un mugriento envoltorio de trapos negros, del que sacó una rústica y pequeña imagen modelada en oloroso “palo santo”. Poseída de cólera y de fervor fetichista, empezó a murmurar.
_Antoñito, mi vecina
se ha robau mi gallina
si la castigas antes de un mes
te enciendo la vela al revés._
En una mesa quedó la grotesca imagen, llamada ignominiosamente para la fe cristiana San Antonio, “acostada, con la cara en la pared”. Enseguida se despidió de ella con esa amenaza: _¡Como no aparezca la gallina, te ahorco!.
_¡...Y se perdió la gallina!, seguía con la cantaleta en un tono regional.
Dentro del oscuro cuartucho que le servía de dormitorio, resolvió un día llevar a cabo el “ahorcamiento” de la imagen. Cogió una cinta de color carmesí, especialmente para el caso, y la anudó en el cuello del llamado San Antonio. Obsesionada, vivía alerta observando síntomas del efecto de su hechizo en la vecina. Al ver que esta continuaba sin lugar a dudas saludable, diariamente oprimía más la cinta y colocaba alfileres en diversas partes del cuerpo de la imagen: cabeza, cuello y extremidades; parecía un macabro alfiletero...
Sólo faltaba pincharle el estómago y el corazón. Tenía un vago temor de hacerlo, esperaba un acontecimiento en que repentinamente enfermara la vecina y confesara.
Al fin llegó el 6 de Enero, doña Epifania empezó a celebrarse desde las primeras horas del día, después de la quema del castillo de vísperas. Ininterrumpidamente un pick-up, alquilado desde esa hora alegraba el barrio, para lo cual los numerosos convidados se turnaban haciendo colectas entre ellos para pagar cada hora de música.
_¡No hay como los “picases” para valsar!, decía satisfecha la dueña de casa, mientras engullía glotinamente como desayuno un “picau” (1) de las llamadas tripas rellenas, hechas con sangre de chancho, yerba buena y generosamente condimentadas.
Luego diez tamales y un picau de caballa salada, con un olorcillo digno de atraer buitres, todo acompañado de largos brindis de chicha.
Mientras tanto la Lutgarda, celosa de tanta alegría merodeaba por la pampa donde arrojaba la basura su enemiga, la presunta delincuente de haberse comida la gallina. Con gran regocijo creyó ver entre unas plumas negras, las de su desaparecido animal. Cual cuerpo del delito, corrió a presentarlas a su “San Antonio” pronunciando como alucinada incoherentes palabras que pretendían ser, siguiendo la tradición del rito de la hechicería, “un padre nuestro rezado al revés”. En seguida prendió la prometida vela, también al revés.
En esa actitud fue encontrada por doña Leona, quien oyendo los comentarios en la fiesta, escapó un momento sospechando que algo malo pudiera suceder.
_¡Por Dios Lutgarda! ¿Qué andas haciendo?.
_¡Zafa, huele, huele, respondió clavando el en vientre de la imagen alfileres y teniendo uno listo para dirigirlo al corazón.
_¡Milagroso Señor de la Agonía! ¿No sabes tú que el señor cura dice que hacer eso es pecau? ¿Cómo puedes utilizar un santo pa las brujerías. Todavía el San Antonio, el patrón de nosotros los pobres...
¡Calla zonza, este es un San Antonio moro...!
_¡Entonces es cosa del diablo! Por el ánima de tu mamita ¡no hagas eso Lutgarda! Doña Epifania no tiene necesidad de tu gallina, pues pa su santo ha matado dos pavos y un coche. ¡Es por tu alma, no la condenes haciendo cosas del diablo!...
Salvajemente, cual si fuera un puñal la Lutgarda clavó el alfiler en el pecho de la imagen.
Se oyeron ayes de dolor en la casa vecina. Corrió doña Leona y se encontró con doña Epifania bañada en chicha y desplomada en una perezosa, con la respiración jadeante y perlada de frío sudor, mientras fragmentos de un “poto” (2) yacían a sus pies.
Entrecortadamente refirió la Leona lo que había visto hacer a la Lutgarda. Todos fueron a convencer a la malvada de que quitase los alfileres y acabe el hechizo.
_¡Que confiese!_ exigía como alucinada la Lutgarda.
_¡Apúrate, que doña Epifania está con sofocación!.
_¡Se hace...! ¡Que confiese y que me pague la gallina!_
Se oyó una voz: _Ya perdió el habla y no conoce_ ¡Ya está boquiando doña Epiania. Dejaron sola a la Lutgarda y se fueron donde la enferma.
Como todo era silencio, salió a indagar a la calle. Vio desde allí como llegaban, primero, un sacerdote, luego dos guardias y finalmente el doctor.
_¿Y eso qué es? ¡Ay madrecita ahí se llevan a la Epifania en un carro..._!
Entonces... un remolino dio vueltas en su cerebro y le tragó la razón.
Doña Epifania fue llevada a la clínica y operada de urgencia de hernia estrangulada, salvándose milagrosamente.
_¿Y la Lutgarda?.
La malhadada vela volcó sobre la mesa y quemó toda la casa.
_¡Pobre Lutgarda!... Al decir de las vecinas recibió justo castigo de Dios.
Inconscientemente vaga por las calles de Sullana, con los labios ulcerados por su venenosa saliva.
¡......Y se perdió la gallina!... en su demencia sólo sabe decir.
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(1) Picau – picadillo de carnes con ají que se expende en las chicherías.
(2) Poto, mitad de calabazo para beber chicha.
Con una mano en el pecho y un brazo extendido, el primogénito de la Balta trataba de llevar el compás de la música que tocaba la Banda en el retreta.
_¡Malayita!, se oyó una melosa voz de admiración.
El pequeño, objeto de la atención, soltó claramente unas palabrotas insultando a la madre de su admiradora.
_¡Malayita!, volvió a exclamar ésta, ¡tan churrito y ya sabe rezondrar!.
_¡Dios lo guarde!
No fue más, como se recordó al día siguiente. A partir de esa momento, la criatura empezó “llora que te llora”.
¡Cómo no iba a llorar el niño, si ya era más de las doce de la noche!. Seguramente que tendría sueño y frío. Pero a quien se le iba a ocurrir fuera por esto el llanto?. Todos estaban pendientes de que reviente el castillo, y para consolarlo, le daban bizcochos, chifles, raspadilla, alfañiques y cuanta cosa rica de comer había por ahí de venta. Y como era tan “sabido” el angelito, recogía lo que podía del suelo, hasta tuvo la ocurrencia de quitarle a un pacífico can, la cabeza de una gallina, con su pescuezo, pico y todo, quedándose dormido con tan extraño chupón en la boca; al contemplarlo, alguien dijo: _¡Malayita!, al ser de cuenta que está humando en cachimba!.
La fiebre alta que al día siguiente postró al niño fue diagnosticada por las padres del mismo, como síntoma de ojo”
Desde su choza vecina, vino la abuela doña Canducha a lucir el arte de santiguar. Sobre el acostado niño procedió la santiguadora, con la mano derecha en cruz como para signarse, a repartir cruces en el aire, acompañadas de oraciones y de miradas penetrantes siempre dirigidas al niño, a fin de quitarle al pequeño la “electricidad de las vistas” que le había dejado la otra en la retreta. Después de rezar un salve y cinco credos, matizados con respectivos insultos para el honor de la ojiadora, recomendó: _Como es ojo fresco sólo necesita una mano...
Al llegar la noche el enfermito empeoró, al amanecer, muy temprano, fue llamada doña Canducha nuevamente, quien comentó: _Dejuro que ojo zonzo, porque anoche, me se durmió la mano... Agora necesita siete santiguadas de siete manos distintas. Hay que ver mano e’ blanco, mano e’ negro, mano e’ ciego, mano e’ cholo, mano e’ zambo, mano d’ embarazada y con la miya son siete...
Así, fueron llegando en desfile, a santiguar, el Colorau, el negro Mitrídates, el ciego Vílchez, el cholo Serafín, el Zambo don Culeco, doña Matilde que “andada en los siete meses”. Pero ninguna de estas santiguadas consiguió ni siquiera aliviar al niño.
Fue llamado nuevamente don Culeco quien viendo el estado del pequeño, optó por quedarse como médico de cabecera.
_¡Voy a empezar a curar como Dios manda!, dijo con tono doctoral, luego pidió, _¡Demen un jabón sin pecar!_ Le trajeron un jabón de pepita recién comprado, con el que empezó, haciendo cruces, a frotar el cuerpo del enfermo, especialmente las palmas de las manos y las plantas de los pies, a tiempo que rezaba credos y salves y rematando como santiguador de buena memoria, con las mismas oraciones al revés. Observando el jabón, dijo: _¡Se ha redetido!. El ojo zonzo está por hacerse ojo fuerte... Demen una botea de aguardiente caña para escupir a la criatura que le está dando algerecía...
Con un trago para él y otro para el escupido, don Culeco declaró: _Me vuá a refrescar para refrescar a la criatura.
A continuación, la vida del niño debatiéndose entre convulsiones empezó a alarmar seriamente a los padres que, en voz alta, consultaban sobre llamar a un médico de verdad.
Ofendido don Culeco y un tanto acelerado por el aguardiente con que decía refrescarse, reprochó a los padres su poca fe en él, maldiciendo a la noble medicina y amedrentando así a los confundidos progenitores_ ¡Só bructos, no saben que los remedios de botica hacen daño pal ojo?
Luego de beber casi la mitad del contenido de la botella, pidió con autoridad: _¡Tráiganme el mortero de la cocina y un vaso con un huevo fresco de gallina puesto de hoy día...
De su faltriquera sacó una grasienta cajita de fósforos. Al abrirlas, las que al principio, parecían negras píldoras empezaron a moverse. Eran nada menos que los repugnantes coleópteros que nacen y moran en os campos bajo el estiércol.
¡Ay, taitita, peloteros...!, exclamó asqueada la madre.
_¡Sí, son rempujos!, le contestó amenazador don Culeco, lanzándole a la cara su pútrido y aguardentoso aliento de brujo._¡También tengo pildoritas de adivinar, pa que sepas lo que vuá hacer.
Ante la mirada del padre suavizó un tanto la voz explicando:_Le vuá dar una tomita de anisau con tres rempujitos molidos...
Después de haberlos molido en el mortero, los puso en el vaso, añadiéndole un poco de aguardiente de la botella que con cariño fiero no soltaba de la mano, luego se arrancó un pedazo de parche de su mugrienta camisa, y a manera de esponja, lo empapó en el brebaje escurriéndolo entre los labios del enfermito.
Transcurridos unos silenciosos minutos, la debilitada criatura quedó sumida en estado comatoso. A continuación y tal como hiciera con el jabón, procedió con el huevo fresco, partiéndolo finalmente y vaciándolo en un vaso con agua.
_¡Adiós trabajos!, empezó a quejarse entre satánicas carcajadas. ¡Ya salieron las velitas!...Esta criatura no amanece..., vayan preparando el ensalzamiento...!
Con el niño en los brazos la madre empezó a gritar_¡Ay. Madrecita, me se le han vaciau las vistitas de la juerza de la fiebre...!
El padre, se tanteaba la cintura, como buscando la chaveta.
Advertido don Culeco por su instinto, creyó conveniente caer en trance.
Su epiléptilo cuerpo temblaba y crujía como un viejo motor a petróleo... Al amanecer, todos amigablemente tomaban cafecito de olleta...
“La pezpita”
¡Varay, muchacha! ¿Y con esa cara está tuavía haciendo pasar hambre a tu pobre madre, que a duras penas puede con la plancha?_
Así la vieja Felipa, desde el umbral de la humilde vivienda se dirigía a Panchita, la linda hija de doña Paula. Al hablar, el solitario incisivo que le quedaba, se balanceaba, amenazando correr la suerte de los que fueron sus compañeros.
El travieso Dominguito de siete años, infantilmente, advirtió.
_¡Ña Jelipa, nuable tanto que se le va quer la muela!_
La vieja Cristina, dándole un coscorrón, siguió con su diabólica charla, la dueña de casa, doña Paula, ya acostumbrada a escucharla, continuaba en una de las fases de su tarea de lavandera. A intervalos llevábase a la boca un tarrito con agua, que devolvía en rocío sobre la ropa almidonada y ya lista para planchar.
_Pero Paula, ¡ti pareces sorda y no haces nada por salir de la pobreza!_
La aludida contestó humildemente _¡Qué más con mi trabajo de sol a sol!...
_¡Trabajar! Pero con esta moza, que a pezpita (1) naides le gana, no te imaginas los buenos cigarros que nos podremos fumar! Hagamos unas chichitas y la ponemos de privadora.
La mansedumbre de doña Paula pareció alterarse antes tales sugerencias: _¡Eso sí que no, ña Jelipa; yo no soy de chichas! ¡Si mi finadito esposo viviera...!_
_¡Bah, yo también...cuando vivía el hombre por quien subsistía...! ¡La mala suerte que se me murieron todas las hijas: siete se llevó la bubónica el año quince y, la virgüela las otras cinco el cuarentaiocho...!Terminó gimoteando y restregando sus resecos ojos en la ceniza pollera.
La Felipa, de edad avanzada, era sólo en el mundo Compasiva, doña Paula, había aceptado casi con respeto que visitara su modesto hogar llegando con el tiempo a ejercer influencia en el mismo hasta convertirse, en la actualidad, en consejera de la familia. Por este motivo, ganó doña Felipa.
Después de acordar que doña Felipa haría sus chichas, accedió doña Paula a prestarle a la hija para que le ayudara en las ventas, iniciándose así la muchacha en el difícil y lucrativo trabajo de “privadora”.
De la chichería no puede decirse exactamente que sea un lugar de inmoralidad, pero sí un lugar peligroso. La “privadora”, muy hábil en burlar a los audaces galanes, es protegida por las miradas de la madre o de las otras mayores, concretándose a que los parroquianos gasten su dinero en el consumo de la chicha: pero procurando no marearse ella por que si no..., de privadora pasa a ser privada...
Bajo el influjo de los encantos de la “privadora” que se esfuma y de los vapores de la chicha, los parroquianos quedan prácticamente, privados del sentido.
Fácil es comprender el peligro que entraña para las muchachas honestas tan atrevido oficio.
Pero Pancha, con su gracia y coquetería criolla era la audaz y ágil pezpita que sabía defenderse. Su especialidad consistía en atender a “blancos” y a forasteros. Pero... “tanto va el cántaro a la fuente”, cabe aquí decir, “a la chichería...que...”
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Los preparativos para los carnavales estaban en su apogeo, cuando llegó con mucha sed, un grupo de jóvenes forasteros. Con sus camisas de colorines y sus cabellos que parecían reclamar peluquero, formaban una pandilla muy vistos. Por ser muy generosos y resistentes al claro fueron aceptados con regocijo siendo cariñosamente apodados “los moñones”.
Un día el moñón jefe propuso lanzar la candidatura de Pancha a un reinado de carnaval, inmediatamente formó y presidió un comité carnavalero al que puso por nombre “La Pezpitería”.
Acompañada de otras alegres chicas del barrio, invadió Pancha los parques, bares y calle del centro de la ciudad vendiendo, personalmente los votos para su reinado. Estos tenían tan sólo un sello que decía “Vote Ud. por la Srta..............” y, en esa serie de puntos se escribía el nombre de la candidata auspiciada por el Comité de La Pezpitería.
Las cantidades de dinero reunidas se entregaban al moñón quien aseguraba emplearlas en adquirir más votos ante la Comisión de Carnaval. Era tal la alegría que a nadie se le ocurrió comprobar la inscripción de esta candidata. En la calle, vendiendo votos y en la casa, vendiendo chicha, el tiempo que quedaba era poco para bailar.
A sugerencia de los moñones, la chichería desapareció, para improvisarse en su lugar, un “salón de baile”.
Como los moñones exigían mayores cantidades de dinero para el triunfo de la candidata se solicitó la colaboración de numerosos admiradores lugareños, quienes no escatimaron en pellizcar de su modesto salario unos soles para incrementar las arcas del susodicho comité.
Fue así, como invadió el barrio una ola de fiestas, que de jaranas, degeneraron en orgías. Los audaces y discutidos bailes modernos fueron grotescamente imitados y, en ese ambiente la Panchita dejó de ser honesta, mereciendo desde entonces, y en verdad, el apodo de pezpita.
Como se aproximara el Carnaval y los diarios no informaran sobre esta candidatura, el moñón que parecía el jefe fue interrogado al respecto contestando con cinismo: _¡Ah, es que es un reinado de sorpresa! ¡El lunes sale en el diario “El Norte”.
Pasó el lunes. Y el lunes y martes de carnaval también. Y, el miércoles de ceniza, Panchita coronada con la ceniza de sus pecados en la frente quedó sola con su madre en el vacío “salón de baile”.
La madre y la hija profundamente avergonzadas no se atrevieron a denunciar a la banda de pillos de los cuales nunca más se volvió a ver ni uno solo de los pelos de sus moños.
Para la Felipa no era una contrariedad verlas apenadas por este primer “trompiezo” de la muchacha. Volvió con su antigua “lapa” (2) a vender frutas por las calles y también al río a lavar ropa. Su estampa es muy familiar en el Chira: el agua a medio cuerpo, éste semicubierto por un largo camisón que le cubre desde la cintura hasta los pies mientras arriba y ajenos al pudor, sus flácidos pechos penden sobre su vientre cual viejas calcetas.
Panchita ahora con un niño en los brazos fruto de sus “pezpiterías” va de puerta en puerta mendigando un destino de sirvienta.
Las patronas, ciegas ante su tragedia de madre pobre y desengañada, sólo ven un estorbo en la presencia de ese niño que, prematuramente lleva mucha tristeza en los ojos y, cierran las puertas con indiferencia:_
_¡No queremos sirvienta con hijo!.
Muy cansada continúa Panchita arrastrando sus gastados zapatos. Con un brazo ciñe cariñosamente al niño, mientras que con la otra mano aprieta un modesto monedero de plástico que contiene unas pocas monedas y un arrugado certificado de nacimiento de un niño de padre desconocido.
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(1) Pezpita – muchacha inquieta y muy movida.
(2) Lapa. Mitad de calabazo redondo y amplio.
“Edelmira Torracas, etc.”
Frente a su vieja libretita de cuentas, la señorita Tusa quedó, tras su sorpresa, pensativa. Eran todos sus ahorros, guardados en efectivo en un oculto cajón del mostrador y la cajuela de sus “prendas”, lo que se había llevado el mozo, el indio, “patas de adobe”.
_¡Ingrato, desgraciado!_ Mas, no era el calor de la cólera lo que invadía su corazón, sino el frío del temor que casi la helaba, al pensar en su soledad y en la suerte que podía correr el mozo a quien ahora ya tarde se daba cuenta, quería como a un hijo.
Empezó a recordar: Ella, la señorita Edelmira Torracas, emparentada con las más distinguidas familias del lugar, aunque se lo raspen con una tusa... De sesentaicinco años de edad, huérfana de padre y madre, había sabido sobrellevar la vida con decoro, conservando la pequeña fortuna de su patrimonio y, lo que al referirse a su doncellez llamaba con amoroso orgullo, “su alhaja mayor”...
¡Qué bien le había ido siempre en la tiendita vendiendo kerosene, arroz, leña, maíz, café molido, jabón...! ¡Y su decena de alumnos, a quienes enseñaba Catecismo y a leer en el libro de Mantilla, le dejaban buenos reales que le ayudaban a vivir!
Cabeceándose con el rosario en la mano, estaba en una silla tras la puerta y, de paso, atisbando lo que pasaba en el barrio, cuando oyó una triste voz que pedía.
_¡Un cuartillo de pan con aceitunas!_
¡Patente recordó que así llegara la serrana aquella noche! Pagó con dos oxidados “centavos gordos” y un “cachito” (1) que en total hacían medio. La serrana, luego de devorar los tres panes y las dos aceitunas correspondientes a su compra, dijo con un hilo de voz _¡niñita, por el amor de Dios, déme una posadita!_
Todavía resonaban en sus oídos las Obras de Misericordia, siete corporales y siete espirituales, que toda la tarde a gritos estudiara uno de sus alumnos.
En un momento de debilidad le indicó a la mujer _¡Acomódate en el corral, junto a ese rimero de leña!
Esto fue todo lo que habló con la infeliz. Al día siguiente la halló tiesa, muerta desde quién sabe qué horas. Un hediendo niño como de seis meses de nacido lloraba prendido en el pecho de la muerta.
Quién era la mujer ni cuál su nombre nadie pudo averiguar, habiéndosele enterrado anónimamente en la fosa de los humildes.
Del niño, ni siquiera sabían si estaba bautizado o no. Por precaución, personalmente ella, la señorita Edelmira Torracas, emparentada con las más distinguidas del lugar, ¡aunque se lo raspen con una tusa!, le “echó el agua”.
Con una botella vacía Thimolina y un chupón “teta de vaca” improvisó el biberón para el huérfano, llenándolo con leche de cabra e infusión de hoja de naranja.
Fue así como se vio obligada a recoger a la criatura, exponiendo su honor a las habladurías; pues, no faltaron malas lenguas que la achacaron haber convivido con el mismo diablo y haber dado a luz por este motivo un muchacho de seis meses de nacido. ¡Qué no hubieran dicho si lo hubiera adoptado legalmente como hijo y dado su apellido! ¡Ah, la ignorancia de las gentes! ¡Cuando muera ella, la señorita Edelmira Torracas, emparentada con las más distinguidas familias del lugar, ¡aunque se lo raspen con una tusa!, en honor de su virtud tendría que ser enterrada de “palma y corona”!
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Al día siguiente la señorita Tusa no abrió la tienda ni cocinó.
Sentada en su poltrona, con la espalda doblada, más que por los años, por el sufrimiento, continuaba recordando al fugitivo “indio patas de adobe”. Así le llamó siempre y él por ese nombre entendió. Nunca gustó del estudio, sino de la calle, campeonando siempre en los juegos de los trompos, boleros y en todas las diversiones de los palomillas.
¿Qué fue del carácter de ella, la señorita Edelmira Torracas, etc., que no tuvo energía para enseñarle como a sus otros alumnos, que repasaron hasta el Mantilla N° 02?
¿Qué oficio le había dado al muchacho? Este mes haría veinte años que llegó, debiendo ser ésta la edad que tendría actualmente.
¡Ay, dominada por prejuicios, había atado su noble corazón impidiéndole desbordar su ternura sobre ese desamparado niño, a quien permitió crecer a su lado en abandono casi animal! No daría parte a la justicia ni lo haría perseguir, ella, la señorita Edelmira Torracas etc., era la única culpable de que ese muchacho terminara en ladrón.
_¡Pum, pum, pum!_ golpeaban la puerta de cuando en cuando sus clientes o alumnos. Sin molestarse en abrir, contestaba desde adentro en tono airado:_¡No hay!_, siendo tal respuesta suficiente para que, quien fuera el que llamara, comprendiera que no había venta ni escuela.
_¡Pum, pum, pum!_ seguían esta vez los golpes con más energía y acompañados de gritos y sollozos.
Pese a la mortificación que sentía por el dolor ajeno, se dejó vencer por la curiosidad y abrió la puerta.
Como un torbellino entró una muchacha exclamando sin resuello: _¡Srta. Tusa. Srta. Tusa! ¡Ya lo midieron, ya lo pesaron, ya lo pulsaron, ya lo pelaron!_ el dolor de las exclamaciones iba subiendo de tono, siendo de imaginarse al oír la última, a un desgraciado ser desollado en vida.
La Srta. Tusa tuvo un doloroso presentimiento._¡Se llevaron al muchacho de soldado!_. Entrecortadamente, la muchacha explicó: _Yo, con Patas de Adobe el que usté ha criau, nos íbamos huyendo pa los “asientos”, (2) cuando, al pasar por Amotape, subieron al camión dos guardias que andaban empuñando gente. Se agarraron a Patas de Adobe y no lo quisieron soltar porque no tiene “papeles”. Yo lloré juertísimo, pero naides me hizo caso y, hasta Patas de Adobe, que oía agachau la conversa de los guardias, redepente se vino ponde mí y me dijo calladito: _¡Regrésate, Lorenza, y ándate donde la señorita que me ha criau y entrégale esta cajuela con esta alforja. Dile que yo, me voy al Ejército a hacerme hombre, pa que cuando regrese me perdone..._Después los guardias me botaron diciendo que no querían “rabonas” y, cuando llegué al puesto me dijeron que ya se lo habían llevado a Tumbes._
Muy conmovida estaba la Sra. Tusa por el relato y por haber recuperado sus alhajas y su dinero; mientras guardaba todo, mentalmente oró e hizo un voto_ ¡Santísima Virgen, que vuelva José (recién le daba su nombre), le daré mi apellido, lo haré mi heredero y lo ayudaré a hacerse un hombre de respeto!._
Luego acordó con los padres de la muchacha para que le dejaran a su servicio, prometiendo, si José volvía arreglar las cosas como Dios manda.
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No fueron dos, sino cuatro los años que pasaron.
En su poltrona la señorita Tusa se mecía suavemente, desgranando las gastadas cuentas de su rosario y, como siempre, cabeceándose de sueño. Una aterciopelada voz llamó a su lado_ ¡Niña Edelmira! ¡Niña Edelmirita!
Con los ojos cerrados sonrió beatíficamente: Ella la señorita Edelmira Torracas, emparentada con las más distinguidas familias del lugar, ¡aunque se lo raspen con una tusa!, en honor de su virtud, siempre pensó que los ángeles la visitaran...
_¡Niña Edelmira!_ seguía llamando la dulce voz.
...Sólo los ángeles se les ocurría llamarla por su nombre, para todos los terrenales era la señorita Tusa...
Con un desparpajo, digno de aquella Ángela Carranza que cuenta Don Ricardo Palma en sus Tradiciones, se decidió a abrir los ojos y entablar conversación con la celestial visión.
Frente a la señorita Tusa, estaba José, luciendo airosa cristina y galones de cabo, cuadrado, en posición de firme. Sus “patas de adobe”, ahora estaban calzadas por fuertes zapatos, brillantes polainas cubrían sus piernas. Un limpio uniforme vestía su cuerpo, terciado en un hombro por una frazada de lona de color plomo con franjas rojas. Del otro lado del pecho, dorada medalla con cinta de bicolor nacional, señalaba orgullosamente su calidad de licenciado del Ejército.
_¡Patas de Adobe!_ al fin pudo hablar. _¡José hijo mío!_ continuó, corrigiéndose y abriendo los brazos como lo haría una verdadera madre a la vuelta del hijo perdido. “Patas de Adobe”, dejando su maleta en el suelo, de rodillas hundió la cabeza en esos brazos.
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Pasada la emoción de la vuelta de José, muy de mañana la Srta. Tusa, después de haber oído su acostumbrada misa diaria, sorbía su tazón de “chocolate de bola” con rosquitas remojadas. La Lorenza, muy diligente, traía de la cocina un apetitoso “majau de plátanos”.
_¡Sirve café bien cargadito a José!_ ordenaba cariñosamente la señorita Tusa._Bastante café aguau te habrán dado en el ejército. Pobrecito, ¡cuánto habrás sufrido¡ ¡Cuánto te habrán pegado los capitanes!
Sorprendido José, replicó con orgullo a la anciana: _¡Niña Edelmira, en el ejército lo tratan a uno bien! ¡Le dan buen café con leche en el desayuno...! ¡Buenas presas en las comidas...! ¡Ahí no le pegan a uno...! ¡La disciplina es bien fuerte, pero necesaria para hacernos ciudadanos valientes y dignos defensores de la Patria!.
Con admiración la anciana oía este nuevo lenguaje de José.
Creyó conveniente comunicarle algunos de sus propósitos:
_José, ¡ya no me digas niña sino “mamita”, porque te voy a hacer inscribir en el Registro Civil como hijo adoptivo mío... y que tengas tus papeles como todo hombre!_
Un tanto avergonzado, José puso ante la Srta. Tusa sus flamantes papeles de ciudadano: “José Longines Torracas”.
_¡Qué casualidad. “José”_ exclamó feliz la Srta. Tusa, dirigiendo su devota y agradecida mirada a la “mesita de los santos”. Luego al ver el apellido de ella, la Srta. Edelmira Torracas, etc. junto al paterno Longines, preguntó ruborosa y preocupada, señalando con un dedo en el papel...
Moderando su risa y con discreción y respeto José explicó que, en el cuartel todos le llamaban cariñosamente Longines, por su exacta noción del tiempo, al saber la hora sin consultar reloj en cualquier momento y lugar.
_¡Menos mal que es un reloj_! suspiró aliviada la Srta. Tusa, desalojando al rubor de sus mejillas.
Luego, José contó cómo sus jefes muy comprensivos pos su situación, le habían ayudado durante toda su permanencia en el cuartel, enseñándole a leer y escribir correctamente, además del oficio de chofer, con el que podía desempeñarse en la vida; y que al salir, como a todos los que lo hacían después de servir en el Ejército, le entregaron sus documentos personales.
Ingenuamente, la señorita Tusa le interrumpió_¡Ay, hijo José, también te quiero hacer bautizar por el Señor Cura¡_
_¡Pero niña o diré, mamita Edelmira, ¿no se ha fijado usted que aquí también está mi fe de bautismo? ¿El Ejército no sólo cuida del cuerpo de los soldados, sino que también se ocupa de su situación moral, de su alma! Después de oír mi primera confesión, el señor Capellán, me dijo que por la situación vagabunda de mi madre, era seguro que yo estaba moro, y me bautizaron en la Iglesia de Tumbes. He comulgado varias veces al igual que la tropa y también he sido confirmado; como usted ve, tengo todos los sacramentos..._
_¡Todavía falta uno muy importante!_
Ambos sonrientes miraron a la Lorenza, que comprendiendo, bajó la mirada y suspiró. Al poco tiempo la señorita Tusa pudo cumplir con el voto ofrecido.
Al irse un día donde un tinterillo a consultar sobre la adopción de José, fue aconsejada por éste a cambiar de rumbo donde un abogado.
Ahora celebra feliz, con muchas amistades el matrimonio de su hijo adoptivo, con la humilde y buena Lorenza.
Bastante “picadita” por los continuos brindis y con un vaso en la mano, la Srta. Tusa se pone de pie y, enfáticamente pronuncia, golpeándose el pecho de aludir a su persona _¡Brindo por la felicidad de mi hijo adoptivo, José Longines Torracas; yo, la señorita Tusa, emparentada con las más distinguidas familias del lugar, ¡aunque se lo raspen con una tusa...!_ termina con una cómica patadita en el suelo.
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(1) Cachito – centavo partido.
(2) Asientos – asientos petrolíferos: Talara, etc.
Cuando se mata un “coche”
El silencio de las cinco de la madrugada fue interrumpido por los berridos del chancho, que tirado en el suelo, las patas amarradas con sogas, parecía protestar de su cercana inmolación.
_¡Amárrale bien la trompa, te vaya a morder el coche, que está bien bravo!
El matarife, con un certero golpe en la cabeza silenció al animal. Luego, con una rodilla sobre el atado de patas y un pie sobre la cabeza del mismo, procedió a consumar el clandestino sacrifico.
_¡La olla con sal para recibir la sangre!_ Ordenó doña Beneda, alias pelota, la dueña del chancho.
Como ya la luz del sol empezara a soñorear sobre las casas, fueron llegando otras personas para ayudar en los diversos menesteres que reclama esta industria casera.
_¡La lata de agua hirviendo, rápido, antes que se endure el coche! reclamó don Chabaco, el matancero.
Doña Beneda Pelota sacaba el agua hirviendo con un “guas” (1) y cuidadosamente lo vaciaba sobre el chancho, al mismo tiempo que Chabaco pasaba su afilada navaja afeitando las cerdas del animal.
_¡Braulio!, llamó a uno que esperaba órdenes, dame una manito para poner el coche en el “tabanco” (2), que ya lo vamos a abrir.
Ambos levantando el pesado animal, coordinaron sus fuerzas y voces gritando “¿qué dijo?”. Luego con pocos hachazos le fue separada la cabeza del cuerpo.
_¡Malayita pa una patazca o un “cupús”(3).
Enseguida Chabaco empezó a abrir al animal. Corazón asadura, mondongo... todo fue sacado.
_Echale los bofes y el “guareche” (4) a los perros! ¡Lava pronto las tripas, no sea que se amarguen y malogren las salchichas!.
_¡Doña Beneda, regáleme la vejiga para hacer una pelota!_ pidió con inocencia un niño.
Indignada, doña Beneda al oír su apodo, le arrojó la vejiga que reventó derramando su líquido sobre la cabeza del pequeño._ ¡Toma, tu madre será pelota!
Chabaco, en su tarea de matarife, quitaba en tiras el cuero al chancho, el sabroso pellejito tan usado en guisos criollos. Luego los lomos, brazos y piernas, para los horneados y jamones. El espinazo y las costillas para la carne con hueso. Todo esto y, siempre apartando la gordura que, colocada en otra mesa, estaba destinada a convertirse en manteca, lo más lucrativo del negocio y, el resto de pedazos fritos, en chicharrones.
La Beneda y una comedida vecina, preparaban las tripas rellenas. Cebolla verde, culantro, hierba buena, ajíes con pepa, todo mezclado con la sangre, iba siendo embutido en fracciones de intestino grueso que, luego de ser anudados en ambos extremos con tiras de “pasaya” (5) terminaban su preparación en una olla de agua hirviendo.
Tambaleante por su peso, el calor y el trabajo, pasó la Beneda a preparar las salchichas. Varas de intestino delgado, fueron embutidas esta vez, con carne picada y furiosamente aliñada con orégano, cominos y achote molido.
_¡Ahí viene don Catrochas!_
El así nombrado, tan voluminoso como su compañera, doña Beneda, con el desaliño propio del borracho y haragán, trataba con expresión de bobo de disimular su tardanza en acudir a los menesteres.
La Beneda, los brazos puestos en jarras, le esperó a su conviviente.
_¡Candíl de la calle, oscuridad de tu casa que ocupas corral ajeno pa no alimentar a los coches...
La explicación de este alegórico discurso fue interrumpido por algunas chicheras que llegaban a comprar.
Las compradoras con gritería confusa solicitaban. En medio de esta algarabía, se destacaban chillones pedidos.
_¡Tres libras de pulpa!_
_¡Un costillar!_
_¡Dos varas de salchicha!_
_¡Véndame chicharrones!_
_¡A mi, rellenas, rellenas!_
_¡Una libra de manteca!_
_¡No, ésa la vendo por latas!_
Desde el tabanco, la cabeza parecía reírse con expresión traviesa mostrando la lengua apretada entre sus feos dientes; los ojos, en contraste con la risa, muy abiertos y atónitos parecían interrogar su incomprensión animal ante la muerte.
_¡Para mí la cabeza!_
_¡Cométela con sesos y todo!_
_¡Che! ¡Gua!, ¿Querrá que me ponga ruda?_
_¡Péseme esa piernita!_
_¡No, está separada para un blanca!_
_¡Adulona!_
_¡Chepa!_ llamó la Beneda a su hija de ocho años.
_¡Mande, mamita!_
_¿Fites a avisar a las blancas?_
_¡Sí, mamita!_
_¿Qué les dijistes? A ver repite._
La chiquilla parándose formalmente, repitió como una lección que se sabía tan de corrido, que ni aire tomaba para hablar.
_Primero, fui donde la niña Dorita y le dije: “Manda a decir mi mamita que tenga muy buenos días, que la manda a saludar, que cómo está usté, que cómo está el señor, que cómo están los niños y que mañana va a matar un coche”_
_¡Grandazo y gordo ha sido el coche, como doña Beneda!
La dueña del negocio le lanzó el hacha que, milagrosamente logró esquivar la otra.
_Si no se agacha, el hacha la despacha, trató de versificar Catrochas.
_¡Pelota de cera!_ alcanzó a gritar la otra desde la puerta de calle.
La Beneda al mirar su figura llena de manteca y mugre, como asociándola como una idea buscó con la mirada y, al ver un trapo negro cerca del perol de cobre en que freía los chicharrones, exclamó con sentimiento:
_¡Ay, mi manta de vapor, todita me la han pringau!
_¡Dénle a probar a la embarazada!
_¡No coma coche, la vaya a dar el “accidente”!_
_Dice el panadero que le venda el conchito de la manteca que han soltau los chicharrones, para las “cachangas”. (6).
_¿Y el chicharrón? ¿Le irá a poner de perro?
_Dice que le venda dos libras.
Al fin, doña Beneda hizo un alto en las tareas, despidiendo a todos:
_¡Calabaza, calabaza, cada uno a su casa!_
Luego ordenó con expresión fiera _¡Tapen la puerta!
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(1) – Tarro de hojalata, que unido a un palo sirva para sacar chicha de los cántaros.
(2) - Mesa rústica de tablones.
(3) - Guiso horneado bajo tierra
(4) - Esófago
(5) - Fibra que se obtiene del tallo de la planta del mismo nombre y, también del cerezo
(6) - Panes con mucha manteca y chicharrones molidos.
La Primeriza
_¡Mama, me han agarrau ligeras!, consulto Barbarita, cuya delgada figura no dejaba presumir su avanzado estado de gravidez.
La madre confiada en esta apariencia, y no obstante hacer casi un año del matrimonio de la joven, creyéndola de “cinco meses”, le contestó_ ¡Dejuro que es chucaque, hay que llamar a ña Tiotista pa que te quiebre el chucaque, o te componga si es entrada de mes.
Al llegar la entendida en estos menesteres, después del examen sentenció:
_¡No es chucaque, parto es!. ¡Y cuando es con ligeras, ligero es!.
Luego recomendó_ ¡Que no se acueste porque se endura el parto, y cuando es primeriza...! ¡Hum! Exclamó guturalmente poniéndole la carne de gallina a Barbarita.
_¿Y el hombre?, añadió como queriendo husmear en el ambiente familiar.
_Bajó temprano a comprar el recau.
_¡Ojalá traiga pulpa!
Capaz que no, porque como ayer que estuvo por Samán se cazó un venau, ahí tenemos harta carne...
_¿Venau?, y ¿tí comites?
_¡Usté sabe, ña Tiotista que la embarazada se antoja de todo...!, se disculpó la madre.
_¡Fuuuuuú, dijo la partera con cierto ademán, como si ya estuviera recibiendo al recién nacido.
_¡Alístenle la cama con su pellejo de carnero; lo mismo el agua hervida, los trapos pa la solera y lo demás...Ya regreso, voy a sacar una ropita que he dejado en el hervido. Si le apura el parto, me llaman.
A solas con su madre, y al parecer de muy buen humor, Barbarita procuraba ayudar en los preparativos, pero cuando ya los dolores empezaron a mortificarla seriamente, empezó a gemir.
Salió doña Canducha a la puerta de la choza, y por no dejar sola a la muchacha, de ahí nomás empezó a gritar: _¡Ñaaaá Tiotiiiistaaa... ¡La Bárbara ya está maluuuuuuca!.
El eco, como malcriado chico que remeda a una vieja repetía en la soledad de la chacra._¡Uuuca!
Al fin, del otro lado de la acequia salió la voz de otra mujer _¡Ya voy...!
Por una hilera de platanales, entre cuyas hojas pendían las cuculas, (1) apareció la partera demostrando en su andar mucha prisa y secándose las manos en el delantal.
Adentro, sentada en una barbacoa y bañada en frío sudor gemía la primeriza: _¡Ay, mamitita, no más mundo!.
_¡Curtida, ya te asistiré lo menos en veinte en partos...!
La madre verdaderamente conmovida, secaba el sudor de la frente de la hija y alentaba con cristianos consejos sobre la misión de la mujer casada y el doloroso trance de la maternidad.
Doña Teotista que, a falta de título profesional, representaba una experiencia de tres generaciones, de parteras en su familia, con bromas picantes dichas con voz autoritaria, creía así ayudar el proceso del parto y levantar la moral de la primípara.
_¡Párate ahí, mujer, que te vuá sahumar!.
Bajo el asiento de Barbarita fue colocada un lata colmada de grandes brasas y cubiertas de pedazos muy secos de cáscara de naranja, que despedían abundante aroma, humo y calor.
La parturienta quería recostarse, pero, inmediatamente era cogida por las dos mujeres y obligada a permanecer de pié frente a la lata de brasas._ ¡Ya rompió la fuente!, exclamó alborozada, doña Tiotista. ¿No ha llegado el hombre?.
Afuera se oyó uno como chasquido de besos, la voz característica con que los campesinos arrean a las bestias.
_¡Bárbara!. ¡Ña Canducha! Entro un hombre gritando. Se asomó a la humilde pieza que les servía de alcoba y quedó en suspenso contemplando la escena._ ¿Has traído pulpa?, le interrogó la partera.
_¡Sí, truje! Respondió tembloroso.
_¡Pues, pártete tres bisteces bien grueso y ¡rápido! Que, a tu mujer le están faltando juerzas!
La carne pedida fue inmediatamente asada en las brazas cercanas, y los sangrantes y tibios churrascos, puestos a modo de muñequeras en el lugar del pulso de la enferma. Un tercer churrasco le fue colocado en el vientre. Luego, fue traída una calabaza hueca llamada limeta, seguramente por su forma, en la que la primeriza se puso a soplar, cual si fuera globo para ayudarse en el esforzado proceso de abreviar el parto. Al fin después de emocionados instantes, la primeriza dio a luz “hincada”, soplando una limeta”.
La sinfonía de chilalos, soñas y choquecos a la que también parecía de cuando en cuando agregarse el burro, con su potente y discorde rebuzno, de pronto se acalló, como señal de respeto ante esa humilde madre que acataba la maldición bíblica de parir un hijo con dolor.
_¡Varón!_ el hermoso y moreno niño de abundante cabellera fue cogido por los pies y sacudidas con un palmazo sus nalgas en las que el azulado callanazo (2) pregonaba su cien por cien de peruano. La parturienta reía feliz.
Un fierro largo, caprichosamente llamado zuncho, fue calentado al rojo y con él se cauterizó el ombligo del recién nacido, el que, luego bañado y vestido fue colocado en su hamaca improvisada con una sábana entre dos horcones. Inmediatamente se le puso en los labios un chupón de algodón embebido en miel de palo y aguardiente caña.
Cumplida su misión de partera, doña Tiotista y luego de recomendar le den el chocolate de bola y el caldo de gallina a la parturienta se retiró; añadiendo: _A la noche, ña Canducha, me le pone a la parida, un parche de alhucema con sebo de toro, en la boca del estómago, para que no le den entuertos. También, me le echa sal en cruz en la coronilla y me le reza tres credos para evitar el sobreparto.
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(1) Cuculas, Parte de la inflorescencia del plátano que no ha alcanzado a fecundar.
(2) Callanazo, manchas azuladas que tienen al nacer en las nalgas los descendientes de indio.
La Suyana
_¡Aaaaaaajuaaaaaaán!
_¡Aaaaaaajuaaaaaaán!
_Mandeeee!
_¡Pégale un silbido a la Suyana y dile que prepare almuerzoooooooo!
_¡Guenoooooo!
Las voces cruzando sobre el caudaloso Chira se destacaban, potente y autoritaria la del amo, chillona y triste la del siervo.
En la margen derecha del río, don José Santos, acaudalado mestizo y gamonal de Amotape, contemplaba a su peones desenjaezar las mulas y caballos.
_Levanta la “pellonera” (1) y alcánzame la rosca de “guañas” (2).
Con un afilado puñal que siempre portaba al cinto, cortó un pedazo del tamaño de un puro y púsose a fumar.
_¡La canovaaa!
La canovaaaaa! Empezó a pedir a gritos.
Tras un recodo del río, oculto por unos sauces, apareció un hombre remando en la canoa.
Don José Santos en viendo al indio agachado, como haciendo puente entre la orilla y la canoa para evitarle saltar o mojarse las botas, clavó una espuela en la nuca del infeliz, y sin preocuparse de si éste salía a flote, subió a prisa con sus hombres que, temerosos de la ira del amo, continuaron remando unos, y los demás cogieron de las bridas a los animales que siguieron a nado junto a la embarcación.
Al llegar a la otra orilla, amarraron la canoa a un sauce, y cabalgando nuevamente subieron por el barranco hasta llegar al caserío La Punta.
Los perros, que con sus ladridos saludaban a los forasteros, fueron espantados con piedras y palos.
_¡Pasa!... ¡Pasa...!
_¡Suyana...! ¡Suyana! ¿Acaso no vive aquí la Suyana?
De la ramada salió la Suyana contoneando sus caderas de chichera y agitando sus orejas alargadas por grandes y pesados aretes de oro.
_¡Buenos días, mi señoría! ¡De suyo soy, Suyana me llaman, para servir a mi señoría!
Halagado el visitante al oír el saludo acostumbrado entre la Suyana y sus conocidos parroquianos, palmeóle los hombros con familiaridad, a tiempo que le decía:
_¿No ha llegado Doña Elvira?
_No, mi señoría. Tan digna dama, aún no se ha apeado por esta humilde posada.
El caballero, por distraerse, dirigióse a un costado de la choza, donde en típicas jaulas de calabaza, había varios ejemplares de los llamados pericos serranos, que al verle empezaron a gritar. Dedicóse entonces, como hacía siempre que llegaba, a enriquecerles el vocabulario loríl con soeces palabras castellanas.
Después del opíparo almuerzo preparado y servido por la misma Suyana acostóse en una hamaca a terminar de beber el contenido de una damajuana traída de sus alforjas.
A poco, ya la posada estaba repleta de viajeros que bulliciosamente, hacían honor a las viandas y a la chicha que daba fama a la Suyana.
Las barraganas de unos caballeros venidos de San Miguel de Piura, gangosamente cantaban:
“Si la Reina de España muriera,
Carlos V volvería a reinar,
correría la sangre española
como corren las olas del mar”.
La Suyana conforme servía, iba recogiendo las libras y los soles con que le pagaban sus atenciones los ricos asistentes.
La libras eran de oro,
los soles eran de plata;
un peso era de ocho reales
y un cuarto de cuatro reales.
Pesetas, reales y medios
toditos eran de plata.
Había picaus de a peso
Y había picaus de a cuatro,
Percalas de a real y a medio
“vichías” de a tres centavos,
de a peseta las muñecas,
buenas guaguas de marfil”
_¡Mudito...! ¡Mudito...! _gritó la Suyana_. ¿Compraste el peso de chivos?
El aludido y silencioso compañero de la Suyana, demostrando no ser sordo, explicó con gesto afirmativo señalando un atado de cinco cornúpetas de mediana edad.
Don José Santos, con la vista empañada por el alcohol, pareció tener una desvariada y quijotesca visión sobre el mudo.
_¡Vive Dios_ saltó de la hamaca dando tumbos y, al enderezarse, de puntapiés al infeliz.
Los asistentes lejos de socorrer al mudo, con regocijo ayudaron en la paliza hasta dejarlo tendido en el suelo.
_¡Suéltenme al hombre! _gritaba la Suyana_ ¡Cuidau lo malogran que es mi marido, el que me ayuda y me acompaña!
Tan triste diversión terminó cuando, sangrante el mudo, fue cogido de pies y manos y, apelotonados todos bajaron rodando el médano hasta arrojar al río al infeliz, cuyos salvajes gemidos silenciaron las turbias aguas.
Satisfechos los señoritos, creyeron conveniente retirarse cada cual con su gente, quedando la Suyana con los indios y las indias, sus iguales.
_¡Blancos malditos! ¡Desgraciados! –gritaba como endemoniada_ Ya van tres veces que me dejan viuda. Este es el tercer hombre que me matan... ¿Dónde hallaré otro como mi mudito? ¿Quién me rajará la leña? ¿Quién me cargará el agua? ¿Quién me matará los animales?
Extenuada la Suyana, se tendió en la pampa donde la oscura noche la sorprendió. Con los ojos muy abiertos miraba hacia arriba, las estrellas titilando en el cielo, le parecían inquietos piojitos de gallina sobre una manta negra.
Al amanecer y portando un cántaro de chicha, bajó a la orilla del río donde la esperaban en la canoa sus amigos para buscar en el agua el cuerpo del apaleado y ahogado mudo.
_¡Larga la “lapa” (3) al agua!_ ordenó mordiéndose los labios.
Dentro de la lapa iba la ropa del difunto y bien asegurada, una vela encendida.
La lapa partió veloz llevada por la corriente. A veces, saltando, parecía zozobrar en un remolino, pero, impulsada por misteriosa protección, seguía el curso de la corriente.
_Padre nuestro que está en los cielos_ rezaban los navegantes, siguiendo a la lapa desde la canoa.
La Suyana, de pie en la embarcación, con una vincha, los cabellos flotando al viento y, asperjando chicha en el río, parecía una morena walquiria.
Al fin la lapa empezó a dar vueltas en torno de un solo punto. Al momento un voluntario se sumergió en el río, extrayendo poco a poco el horroroso cuerpo del ahogado, cuyas extremidades inferiores habían empezado a ser pasto de los lagartos.
_¡Jesús! ¡Virgen del Carmen! ¡San Lucas de Colán!... gritó despavorida la Suyana.
Luego, recordando las salvajes costumbres de sus abuelos, los gentiles, pareció recitar: “Viuda que quiere marido, una muela del muerto dará de comer al que quiere por marido”.
Con ayuda de una piedra consiguió quebrar un colmillo del difunto, y lo guardó dentro del pecho, en la bolsita en que atesoraba su dinero.
Después de velar y de llorar al mudo en su rancho, le dio sepultura en el Panteón de la Punta, en la loma frente al río.
Al otro día, como predestinadamente, llegó a la posada el “niño” don Josesito, el joven hijo del malvado don José Santos.
La Suyana, tras de reducir a polvo, por secreto procedimiento de los indios, el colmillo del mudo sazonó con el mismo un sabroso potaje que, con el apetito de la juventud, devoró el “niño”.
Fue así, como la Suyana llegó a ser la engreída del niño Don Josesito. Las comodidades y halagos de su nueva posición, hiciéronla aprender a escribir, aunque ella, indiferente a la ortografía, empezaba así sus cartas:
“LLO SULLANA....”
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(1) - Pellonera, pellejo de vicuña que formaba parte del recado de montar.
(2) - Guañas, especie de cigarro puro, hecha con hojas de tabaco sin lavar.
(3) - Lapa, mitad de calabaza, redonda y ancha, como plato grande.
“Señorita Fulanita de Tal:
Tomo la pluma en la mano
para desearle buena salud,
Después de saludarla
paso a decirle que,
desde que la ví la amé,
¿qué me dice usted?
Desde que la ví la quise,
¿qué me dice, qué me dice?
Le escribo, pero no firmo
porque no corra mi fama.
Negrita, el que escribe
ya sabes cómo se llama:
El fulanito de Tal
Después de consultar durante varios días un librito titulado “El Secretario de los Amantes”, Tranquilino Chiroque consiguió escribir esta misiva adornada de muchas faltas ortográficas y mayúsculas intercaladas en las palabras. Primorosamente la dobló como una pajarita de papel y esperó que llegara la noche para entregarla a la guapa destinataria, Baltazara Pulache.
Apenas anocheció, pusóse desde la esquina a atisbar la puerta de la casa de su amada, entonando el silbido característico “Por fin te veo”.
Como a un llamado apareció Baltazara y, conforme acostumbran hacerlo todos los vecinos del barrio, sentóse al borde la acera.
Con cierto disimulo, Tranquilino avanzó y al pasar arrojó la carta en el ragazo de la moza.
Pero, en ese preciso instante, surgieron de la oscura puerta nada menos que tres cabezas que le miraron feroces como de cancerbero y empezaron a gritar: _¡Empúñenlo! Atájenlo! ¡Agárrenlo!._
Al oír estas voces desesperadas y comprendiendo que se referían a él, Tranquilino echó a correr. Instantáneamente salieron de las casas bandadas de hombres, mujeres, niños y perros, quienes, con regocijo emprendieron su persecución. _¡Se iba robando una muchacha! ¡llamen a un guardia!_
Tranquilino seguía corriendo con toda la velocidad que le permitían sus jóvenes piernas y, como en una pesadilla, se sentía perseguida por una horda de demonios. A tientas en la oscuridad saltaba entre charcos y basurales. Cuando ya se creía a salvo trasponiendo el barrio de La Pampa de la Gallina, tropezó con una piedra y cayó de bruces sobre el muladar.
Fuertemente lo cogieron de los brazos, resultando vanas sus patadas y escupas. Al conseguir soltar un brazo dio un manotón; entonces unas huesudas manos lo abofetearon y, por el llanto que oyó a continuación supo que eran de una vieja.
_¡Le ha pegado a un mayor!_
_¡No me ha pegado; peor me ha faltado en mi honor! ¡Ay Taitita, tanto me he cuidado!_
_¡Qué tal belitre!_
_¡Llévenlo donde doña Santitos!_
Después de arrestarlo como a una pieza grande cacería, lo entraron a la casa llamando _¡Comadre, comadrita! ¡Comadre Santitos, aquí está...!
Señalándole a una mujer, con voz queda y sibilante le informaron _¡Ahitá doña Santitos!_ La aludida púsose de pie mostrando su gran talla en contraste con su nombre. Lucía una blusa blanca, falda negra, muy vueluda y almidonada, bajo la cual y al caminar la tira bordada de la enagua ronroneaba contra el suelo.
Empezó a interrogarlo: _Jovencito, ¿Cuáles son sus intenciones?
Nervioso Tranquilino y ya libres los brazos, empezó a hacer sonar las articulaciones de los dedos de la mano. Ocho veces seguidas se oyó ¡trac!
_ Jovencito, ¿cuáles son sus intenciones?_ lo apremiaba la mujer.
_¿Quién, yo? ¡Esteeé... Estooó...!
Los pulgares rebeldes, negábanse a sonar. Al fin macabramente, tronaron, satisfecho de este triunfo, tomó aire y contestó:
_¡Claro, casarme!
_¿Su apelativo de pila?_
_Tranquilino Chiroque_
_¿De dónde saca el pan con que subsiste?_
_Soy fotógrafo ambulante_
_¿Tiene madre viva y padre vivo?
_Son finaditos_
_¿De qué lado es usted?_
_Soy de tierras lejas...
_¿Cuántas vidas debes?_
_Nomás me he desgraciado dos veces..._
_¿Ya te dieron de baja?_
Ante su silencio exclamó asqueada. _¡Fúche, sos más pior que una jañapa (1) ¡Sos más pior que un güisco! (2). Luego, autoritariamente terminó el interrogatorio alternando el tuteo entre solemne y despreciativa: _Bueno, joven, usted acaba de pedir la mano de mija, diciendo que es su voluntad casarse con ea mija. Mañana mismo, mande usted a hacer dos sortijas de oro macizo que, el domingo hacemos el cambio de aros. Además, ya sabes, tienes que correr con el gasto para sus alimentos; porque el que es hombre de veras, atiende a la que va a ser su mujer desde el día del pedimento, de la sal al agua...!
_¡Pobre de ti como no cumplas, porque te entrego a la justicia...!
_Ahora, ¡Váyase a su casa con mi marido que es gobernador y entréguemelo, en prenda de amor para mi chica, la máquina de retratar!_
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Puesto en trance de mantener a su novia, Tranquilino Chiroque, tuvo que entregar diariamente cinco soles para tal fin. De sus modestas pertenencias tuvo que empeñar hasta el catre para reunir el dinero que importaban los aros. Felizmente que, doña Santos consintió en devolverle la máquina fotográfica y en aplazar 15 días la ceremonia del cambio de aros.
Llegado el día y conforme a las instrucciones impartidas por doña Santos por intermedio del llamado gobernador, Tranquilino acudió a la casa de la novia a la hora convenida, las diez de la noche.
La casa desde lejos resplandecía por las luces de las linternas de gasolina.
En actitud grave y silenciosa estaban los invitados, entre ellos sus amigos y colegas de oficio, el Retaco, Manuelito toma tu leche, Pedro Cé, Piojo de Burro...
Al verlo, doña Santos avanzó hacia él resueltamente y le hizo un gesto autoritario con la mano reclamándole dinero. Intentando defenderse, el novio se hizo el tonto. _¡Desgraciado! ¿Qué piensas convidar a toda esta gente que te honra con sus asistencia por tratarse del cambio de aros con mija que en mala hora te la compromisié?.
Como siempre, amedrentado por la actitud amenazante de la mujer y las miradas oblicuas del gobernador que nunca retiraba las manos de la cintura, donde le brillaba un arma blanca, pacientemente, entregó todo su dinero, el que, con furia, recogió la mujer murmurando _¡Muerto de hambre! ¡Dame las sortijas!.
Luego llevó los aros a una mesa y, en un platito de vidrio, púsolos a velar como a las armas los antiguos caballeros andantes.
Tan sólo a la vista del alcohol cundió la alegría, de la que pareció participar también un “pick-up” empezando a amenizar la fiesta.
Caminando al compás de un mambo que lloraba con maullidos de gato cuando le pisan la cola, apareció la novia bajo una frondosa mata de cabellos sueltos que relampagueaban por el efecto de dos onzas de brillantina.
_¡Ya, que cambien los aros!
El cambio de aros al igual que el “pick-up”, son nuevos en las costumbres de nuestro pueblo. Con el primero se pretende imitar a gentes encopetadas, pero como son todas las costumbres que, del salón descienden a la jarana, resulta en cierto modo una ridícula parodia. En cuando al “pick-up”, inevitablemente ha venido este artefacto moderno a ocupar el vacío dejado por el que otrora fuera el popular piano ambulante.
Desde la mesa en que se velaban los aros, doña Santos con solemnidad impuso silencio. Fueron llamados los que iban a apadrinar la ceremonia, dos ricachos del barrio y, puestas en sus manos dos cintas blancas. El otro extremo de las mismas fue cogido por la mano izquierda de los novios, mientras que, en la derecha se le puso a cada uno, una vela encendida.
De rodillas ante sus padres, Baltazara solicitó: _¡Madrecita, padrecito, deme usted su bendición!_
Doña Santos con aire matriarcal, hizo la señal de la cruz sobre la cabeza de su hija. Con mano temblorosa, el padre hizo lo mismo, secándose una lágrima con el raído puño de su camisa...
Luego, el padrino y la madrina entregaron los aros al novio y a la novia respectivamente, quienes hicieron el cambio entre sí.
Por primera vez, Tranquilino vio sonreír a la madre de su novia, _¡Ahora sí, serrano piquiento, no te escapas: ya estás sembrado!_
Alentado por esta sonrisa, llevó a su prometida a sentarse a un extremo de la pieza, tratando por diversos modos de entablarle conversación, pero como ella permanecía seria y muda, aprovechó que la caperuza de una linterna cercana fallaba y le dio un pellizco en las caderas, a lo que ella respondió entre alegre y alarmada. _¡Cuidau lo ven...!
Mientras los novios entablaban un coloquio, algunas viejas de las muchas que había en la reunión, muy cerca de ellos empezaron a charlas como para ser oídas por los mismos.
_¡Al fin doña Santos encontró quien se haga de su hija!_
_Sí, porque quien no la conoce no sabe que es picada del aire.
_Sí, le da el accidente._ Terció otra.
_¡Han asustau al serrano! ¡Ver que el hombre no es ni gobernador!_
Tranquilino entonces observó el collar de chaquiras de huaco, especialmente indicado por la ciencia popular para ahuyentar el terrible mal de la epilepsia a que aludían las chismosas. Embriagado por el alcohol y el olor avinagrado que despedía su novia, mucho más fuerte que el ácido acético, lo consideró digno perfume de la esposa de un fotógrafo ambulante; se dijo que no le importaban las habladurías de las viejas y se sumió en un mundo de dicha acariciándola con audacia.
_¡Serrano, modérate!_ lo llamó al orden doña Santos.
Con hipócrita sonrisa, Tranquilino la miró, mientras pensaba:
_¡Chola bandida, ya voy a apresurar la boda para que no me sacrees ni fastidies tanto; pero, en cuanto me haga de tu hija, de la primera paliza que te dé, te dejaré quietecita!.
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(1) - Jañapa o jañape – salamanqueba.
(2) - Güisco – gallinazo.
Aquella Témpora que, por sus largas trenzas inspirara un día amor a un duende, ahora, con los cabellos cortos y de ondulación artificial, va por una calle de Sullana, camino de la cárcel, llevando una portavianda para su padre que se encuentra detenido por esclarecimiento de abigeato.
Ya dentro de la cárcel, parece que el brillo y el perfume de la flamante ondulación permanente que luce, impresiona a algunos reclusos, quienes emiten silbidos de admiración exclamando el más audaz que señala los rulos: _Malayita para un dolor de oído!_
Al oír esto Témpora, siente que la sangre de su raza hierve en sus venas como con ruido de erres e intenta desbordarse por su rostro arrebolando sus mejillas.
_¡Rezondra, muchacha y escupe para atrás para que no te dé chucaque! (1) le aconsejó su padre.
Pero la presencia de guardianes del orden por todos lados le impidieron realizar el conjuro.
Cumplido su menester en la cárcel se retira sintiendo ya los síntomas del chucaque, el terrible malestar producido por la vergüenza: boca amarga; en el vientre, pesadez de lo almorzado frugalmente, frejoles, pescado, chancho, sandía y chicha, como negándose a continuar la digestión.
En su casa pone a los suyos al corriente de lo sucedido y, como al otro día se siente muy mal, es llamado de urgencia el Culeco, el afamado individuo que no tiene mayor ocupación que curar los males con su empirismo.
_¡A ver, muchacha, alevanta las cobijas pa pulsarte_! Dice a modo de saludo. Después de un breve examen en el vientre de Témpora diagnostica. _¡Le late el ombligo! ¡Chucaque es! Se lo quebraremos en un dos por tres.
En seguida pide una botella de anisado y, después de algunos tragos lanza un ¡Ah! Estruendoso, frotándose las manos, luego sin persignarse procede a la ceremonia del rezo para quebrar el chucaque.
Como todo brujo que trata de disimular su alianza con el diablo recurre a matizar las imprecaciones empleadas en sus exorcismos con oraciones de nuestra religión y por ser el credo la preferida y para demostrar su cultura de brujo la recita “al derecho y al revés”.
Mientras recita el credo va haciendo ligeros masajes en forma de cruz sobre el vientre de la enferma. De repente los masajes se vuelven fuertes como de vulgar manoseo haciéndola lanzar ayes adoloridos y ruborosos.
_¡Démen una peseta pá torcerle el ombligo a la enferma!_
Le alcanzan una moneda de veinte centavos la que coloca sobre el ombligo de la paciente y empieza a darle unos salvajes estirones al mismo siendo una suerte que Témpora no tenga hernia que le estrangule como ignorantemente ha hecho en otros casos con los resultados que es de imaginar.
Como Témpora tiene la cara roja y se queja del dolor de cabeza procede a “sacarle el sol”, que consiste en halar de los cabellos por mechones, hasta hacerlos tronar en la raíz.
_¡Démen un ajo macho!_
Don Culeco que ha continuado llevándose a la boca muy seguido la botella de aguardiente, masca ahora el ajo y lo escupe con el aguardiente en forma de rocío sobre el vientre de la enferma.
Mientras tanto el chucaque ha continuado su desarrollo con caracteres exactos a los de una indigestión.
Entonces don Culeco empieza a exorcizar con estas palabras:
_¡Chucaque a la cara, chucaque ronchudo, chucaque aguau, chucaque zonzo, sal, sal, sal, sal!
Casi ebrio, parece un sátiro danzando con originales pasos que llevan el compás de su discurso.
_¡Voy a rezarle una bebida con las oraciones secretas! ¡Déjenme solo con la enferma!_
Ante la negativa de la madre, sirve medio vaso de aguardiente y levantándolo muy alto dice con tono misterioso:
_Para el que da chucaque: Tu boca no ha de ser de santo, sino de perro sarnoso. El que lo dice lo es. El que la oye, no la aprende. El que la sabe, no la entiende. Y el día del juicio sabrán lo que esta oración contiene._
Luego, con voz inintelegible, dice lo que él llamaba un credo al revés y alcanza el vaso a la enferma, quien bebe su contenido con la misma fe que si se tratara de una medicina.
Como dando tiempo a que el alcohol surta sus efectos, don Culeco pide con la autoridad de siempre. _¡Démen un jabón sin pecar!_
Con el jabón sin usar que le traen, realiza los últimos masajes a la enferma, la que al fin, medio ebria, parece sosegadamente dormitar.
_¿Cuánto le vuá pagar, don Culeco? _pregunta la madre.
_¡Dos pesos nomás, mujer..._
Turbiamente mira el sol con sesenta centavos que la mujer le da y se aleja tambaleante e hipando.
_¡Dos pesos...! ¡Dos pesos!_
Desde adentro las mujeres lo contemplan con respeto y comentan _¡Qué buena mano tiene don Culeco!_
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(1) – Chucaque – malestar producido por la vergüenza.
Filicida
Toda la noche desde los ficus las lechuzas con sus gaznates tapizados de terciopelo expectoraron negros presagios.
La Teodosia, envuelta en burda manta, acostada sobre el piso de ladrillos de la oscura pieza, cada vez que oía al agorero graznar mordiendo las cobijas exclamaba _¡Lechuza bruja, maldita!_
Después del ruido de los cascos de los burros sobre el pavimento de la calle frente a la Plaza de Armas, fue una señal de amanecer, ya las piaras iban a abrevar al Chira.
Con sigilo, la Teodosia avanzó por el patio grande de la casona hasta llegar al corral. Creyéndose indispuesta y, con el fin de conjugar el verbo costumbrista derivado del campo, abrió el postigo, frente al barranco del río.
Grupos de madrugadores y hambrientos cerdos y aves pululaban en el lugar buscando su alimento.
Puesta estaba de cuclillas, cuando dio un violento salto impulsada por fuertes y extraños dolores. Entonces comprendió horrorizada que, el momento tan temido había llegado.
_¡Teodosia!, se oyó de adentro de la casa la voz de la patrona.
_¡Bah!, dijo con asco rabioso, me pilló la mujer!
_¡Teodosia!, llamaba más fuerte la voz.
_¡Ya está con la bocaza!, ¡No he de ir!
Sobándose el vientre y las caderas, mordía la tierra del muladar ahogando gemidos.
_¡Teodosia, india bandida!, ¿qué estás haciendo?, la voz se oyó más cerca.
_¡Qué vuá estar haciendo?, ¡Si supiera...!
Haciendo un soberano y último esfuerzo, sintió que era vuelta del revés desde sus entrañas, como una media que se lava.
La paz no sólo física que invadió su ser, se vio turbada por los nuevos gritos de la patrona.
Con abundante tierra secó la humedad de su cuerpo y cogiendo en brazos al recién nacido, lo estrechó contra su hormigueante pecho, mientras, a tientas, le buscaba el sexo para saber si era hombre o mujer.
Apareció la patrona, inmensa en su gordura e indignación.
Fue tal el temor que la invadió que, se olvidó de ser madre para ser sierva y, soltando al recién nacido acudió al llamado de su ama.
_¡Mande, niña, aquí estoy!
Entonces los primeros rayos del sol se filtraron a través de las ramas de los algarrobos e iluminaron como antorcha desde el cielo el reguero rojo que iba dejando Teodosia.
Ante este cuadro bramó la patrona, ya con una sentencia en la mirada: _¿Dónde está tu hijo?
Contestó sin voz, estirando el brazo y señalando el lugar... Entre gruñidos y cacareos, los cerdos y las aves hacían macabro festín...
_Coche, coche! ¡Cho!
Con sus gritos y su figura de largas greñas azotándole la cara y la espalda, la Teodosia en loca carrera desbandó a los animales que bajaban a la playa sin soltar su botín, ya repartido en presas.
La patrona empleando todas sus fuerzas llamó horrorizada: _¡Sofía! ¡Paula! ¡Meche! ¡Dominga! ¡Froilán! ¡Josefa! Luego buscando un lugar limpio donde caer, se desmayó sobre una larga banca de madera en la puerta de la cocina.
La media docena de sirvientes que apareció con su miserable aspecto de dormir, reanimó a la niña, la que vuelta en sí, con derroche de energías, relató lo sucedido entre sollozos y gemidos.
Subiendo la cuesta con pasos que denotaban cansancio y la mirada desvarío, apareció la Teodosia. Con sus sucias y negras manos, sostuvo en alto y presentó a la vista de todos, las sangrientas manitas del recién nacido.
La patrona que esperaba ver un niño muerto completo, sintió que algo verdaderamente le iba a pasar y haciendo acopio de todas sus energías, ordenó _ ¡Froilán, llama a un guardia!
El aludido, tras de asegurar sus pantalones, partió veloz y volvió muy pronto con dos policías, a los que, a pesar de lo breve del tiempo y trayecto, ya tenía enterados de lo acontecido.
Después que las autoridades realizaron a inspección ocular en el lugar del suceso, no consiguieron hallar ni la más leve víscera del pequeño muerto, y por llenarse formalidades de ley se llevaron a la Teodosia detenida bajo la firme acusación de filicidio.
Ya en la cárcel y frente al cruel interrogatorio, juraba su inocencia señalando el sol: _Por Dios, patroncitos! ¡Por esa lucecita de Dios que está ardiendo! ¡Por las ánimas de mis taitas..., yo no lo maté...! ¡Se lo comieron los coches con los güiscos y sólo dejaron sus manitos...!
A su alrededor oía comentarios que no comprendía. _¡Pobre india, en su fealdad lleva retratada la delincuencia!
_¡Filicida!, y la señalaban con terror.
_¡Estas indias matan a sus hijos por que sí! A veces nomás por las noches, se acuestan sobre ellos y los ahogan de intención, y después vienen con el cuento a la justicia, que fue casualidad, que estaban dormidas...
_¡Si, con sus propias manos les quitan la vida y luego como ésta, se lo dan a los gallinazos.
_¡Pobre gente ignorante! Infringen los mandamientos por que no saben cuáles son. ¡Vaya con algunas patronas que no cuidan a sus sirvientas! Vienen los cholos y les traen las hijas del campo y ellas, las patronas con tal de que le sirvan las descuidan la moral!.
_Esta es una malvada, hay que oír lo que dice la patrona una señora de mucho respeto...
_Sin embargo... dubitaba el médico. No hay lugar a autopsia no podemos en esos despojos. Si hubiera siquiera un pedacito de pulmón...
Con el transcurso de los días la volvieron al lugar haciéndola reproducir un crimen que no había cometido. Hasta que un día se dieron cuenta que estaba muy débil y con bastante fiebre y la mandaron la hospital de Piura.
Mientras descansaba muriéndose en una cama de los pobres recordaba a su patrona adormitada en un canapé, las regordetas y ensortijadas manos sobre el abultado pecho que continuaban agitaba con prolongados suspiros.
_¡Niña, ¿quién es mi mamita? Niña, ¿quién es mi taita ¿Viven?
_Tu madre era la Chaba, una loca que andaba por las calles...; y tu padre, sólo Dios sabe quién será...! Safa de aquí, india bota monos, anda a lavar las bacinicas!
Miró arriba. Había desaparecido el techo y hacía mucho frío. Dos manitas deslumbrantes como el oro la llamaban desde el Cielo.
_¡Relés con relés (1) las manitos son! Y cerró los ojos con amor.
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(1) – Iguales del mismo tamaño.
La Pesadilla
Dos aspas de trapo negro en la puerta de la calle, y a las que el sol no había empezado a desteñir, indicaban que el luto de la casa era reciente.
_¡Pum, pum, pum! El ruido de los golpes se perdió en la inmensidad del silencio de la calle y de la noche.
_¡Pum, pum, pum!, repitiendo la onomatopeya del llamado, desde adentro gritó una voz de vieja, y añadió: ¡Puerta!
_¿Quién?
_¡Yo...!
_¡Dentre pa dentro!
_No se puede, quiten la tranca y el cerrojo!
Como iluminándose, recién parecieron precisarse el escenario y los personajes.
Las viejas, cabeceándose, musitaban oraciones con las bocas desdentadas y babosas. Los chicos dormían en el suelo arropados con las mantas de sus madres. Los hombres, valientemente pasando la noche, frente a la botella de Mallorca. La renegrida y grande olleta del café, firme sobre la candela que pareció hablar comentando la visita.
Al frente, y sobre una mesa con trapo negro, había un Cristo, arrimado a la pared. A los costados, dos candelabros de lata, sobre los que se derretían, llorando su lágrimas de cirios, dos tristes velas encendidas.
No había duda, era duelo. Rezaban el novenario por algún ánima reciente. Aún no habían levantado el Cristo.
Tras el silencio descriptivo, siguió la confusión. Las oraciones e invocaciones adquirieron un clímax gigantesco. Los niños despertaron y, horrorizados por el horror de los mayores, lloraron a gritos, buscando refugio en las faldas de las mujeres.
_¡Guá, mama! ¿Quién se ha muerto?
_Jesús, María y José...! ¡Vete Pancho a la sepultura no te lleves a ninguno de nosotros...!
_¿Quién? ¿Yo?... ¡Guá mama... si vengo de los Encuentros...!
_¡Es demás espíritu de Pancho, mijo, regrésate a la sepultura donde hoy, a la oración te acabamos de enterrar...!
_¿A mi me han enterrau? ¡Guá! ¿A mí me hacen finau? No soy ánima... Atóquenme... soy de carne y hueso como ustedes. _clamó desesperado.
_¡Y está enterito...! _advirtió la Chepita pecho e’ lata.
El desorden hizo impacto en su cerebro y, creyéndose muerto, reclamó: _¿Cómo es que me he muerto yo? ¿Cuáles fueron mis últimos instantes?
_El camión con la carga de los fierros, en que venías montau, se vino guardabajo... Sólo hallamos de ti un brazo y una pierna que son los que acabamos de entrerrar.
_Pero...! _se tanteaba el entero y fortachón cuerpo...
_Tuvo un momento de la soledad interrogante de su niñez; como en aquellos días, introdujo un índice en las fosas nasales, reunió mocos e hizo con ellos una bolita que se comió... Le pareció, tras ese interrogante, tener la revelación de los sueños más absurdos, de los momentos que se recuerdan en la vida como pasados que, sin embargo, no existen en el recuento del ayer.
Y lloró a gritos, de rodillas, frente al Cristo. Y su madre lo besó y, al sentir el sabor del llanto, comentó:
_¡Dejuro questo es una pesadilla...! Alguno de nosotros está soñando y pronto se va despertar.
_Pero, ¿Quién sueña? Si somos tantos...
_Atoquémonos el corazón_.
Uno a uno, fueron pasándose las manos sobre el pecho. ¡Tic, tac, tic, tac, tic, tac!, les latía rápido pero rítmicamente, a todos el asustado corazón.
Al llegar a la Chepita Pecho e’ Lata tuvo deseos de reír y rió.
Le preguntó a uno.
_¿Y usted, quién es?
_Soy Rumiche, el rezador._
_¿Cuánto cobra por el rezo?_
Un sol por el rosario completo y a peseta las salves y los credos.
Los niños, familiarizados con la escena, iniciaron una ronda de sus juegos: “Chucalanga, come callana!”.
“Chucalanga, come callana!”
La micción abundante de uno de ellos corrió por el suelo. Alguien palpó la humedad y, ante el realismo, preguntó: ¿Y esto, también es del sueño?
_¡Dejuro, el churre ha jugau con candela...!
_¡Viústeso lo que uno viene a soñar...! dijo la Joba, que estaba sentada con la cabeza hacia atrás y, lanzó por el colmillo una escupa que pasó describiendo una elíptica sobre la cabeza del niño que tenía colgado al pecho.
_¡Barajo! ¡A toditos nos ha agarrau pesadilla!, dijo el Negro Fierro, retinto y recio como su apodo.
Nítida, la morena y esquiva quinceañera de antitético nombre, tiritaba, quién sabe si de frío o de miedo, con los brazos cruzados sobre el pecho en su singular actitud, los pulgares bajo las axilas.
Alguien propuso: _¡Ajustémonos a la carrera abierta y dejemos solito al finau...!
_Es demás, en la pesadilla se corre pero no se llega..._
_¡Sí, es como una mano fierísima, negra y peluda que lo persigue a uno y, cuando lo empuña, no lo deja ni mover...!
_¡Entonces, yo voy a correr huyendo de ustedes los vivos!_
¡Y corrió, corrió, corrió...! ¡Cuánto se corre en los sueños! Corrió, hasta que los latidos angustiados de su corazón lo despertaron en su catre.
_¡Otro absurdo!, pensó, ni soy yo Pancho, ni conozco a esa gente.
Cuando la gallina canta
Don Peche, ¿le pongo una presa de pechuguita?
_No, contestó fiero; para mi el pescuezo, el corazón y la molleja!
La mujer que servía la comida, un tanto sorprendida de que un anciano sin dientes, solicitara estas presas, se las presentó en el mate de aguadito.
El viejo mendigo, succionando escandalosamente las partículas de carne metidas entre las vértebras del pescuezo de ave, las devoraba con regocijo, mientras decía con voz fuerte_¡Mañosa, jigunagran, el pescuezo te quiero comer!. Y luego con voz aflautada de alcohólico histérico, empezó a gemir: ¡Ea tiene la culpa de que mijo esté en capía!
Todos miraron a un rincón de la sala donde cuatro velas apenas alcanzaban a iluminar el cadáver de Julio.
La Cucula, demente y silenciosa compañera del mendigo Peche Pacheco, empezó a reír como con hipo, _Jip, jip, jip! Y a pasearse por la pieza mostrando a los presentes su inmunda mano en actitud de implorar una limosna.
Contrariada por la escena, la viuda ordenó: _¡Encierren a la loca en el corral!.
A lo que Peche, como aleteando con los brazos, contestó iracundo: _¡Silencio que en este corral, sólo canta el gallo que soy yo!.
_¡Malayita el gallo ciego, sin espuelas y sin plumas!, agregó la perversa nuera. Esto motivó la risa de los asistentes, costumbre bastante común en algunas reuniones mortuorias del pueblo.
Peche Pacheco se levantó, tambaleante por su miseria y por su desgracia y fue a refugiarse en un rincón a rumiar su historia:
Sus primeros recuerdos se remontaron oyendo a las gentes:
_¿Y éste churrito?. ¡Milagro que no ha salido ciego como sus taitas...!
No semos ciegos de nacimiento, señor; la virgüela nos vació las vistas!.
_Estas desgracias se heredan. Cualquier rato, a esta criatura le pasa algo en las vistas...
Con la idea fatídica y amenazadora de perder la visión, fue creciendo en el mundo de la mendicidad, sirviendo de lazarillo a sus padres. A la muerte de éstos en una plaga de bubónica, fue regalado a una casa, donde lo concertaron de yerbatero. Todavía recordaba el pregón para la venta de las gramíneas que servían de pasto para el ganado_ ¡Yerba dulce, chilena, gramalote, taraya!.
Fue en este oficio, cuando, bajando al río para recoger la yerba de la chacra, el burro que montaba se encaprichó y no quiso caminar_ ¡Jálale los pelos de la baticola!, la voz de un maldito le aconsejó. Al hacerlo, el animal partió veloz tomándolo de sorpresa. Recordando las risas de los demás yerbateros, se imaginó cómicamente dando de volantines, desde el cuello del burro y por todo el barranco, hasta llegar al sitio que queda justo entre la peña y la bomba de agua. _¡De pronto ahí me pañaron cieguito!, suspiró llorando.
Al ser declarado invidente, fue también declarado inepto para el trabajo. Su ceguera, poco común, se le descorría a veces por breves momentos, permitiéndole captar fugaces visiones en momentos especiales y diversos de su vida, lo que le ocasionó burlonas apreciaciones de las gentes que opinaban se hacía el ciego. Por este motivo fue objeto de la curiosidad de varios médicos del lugar, quienes consideraron su caso como ceguera histérica.
Fue recordando la caravana de mendigos entre los cuales creció: Polidoro, con sus greñosas barbas, asustaba a los niños; la Juana del Gusto, enterraba la comida debajo de los rieles que pasaban por la calle San Martín; Nativo, dormía en el Panteón; la Juana Murguía, era beata y pacífica; la Rosa Zapata, hablaba con la luna y los cololos; la Negra Meche, ¡pobrecita!, escapó a los temporales y se la comieron los güiscos; Lipe, lloraba cuando le decían “cuñau”; el amigo de la Perra, guardaba trapos y papeles; Don Nopuede... ¡Barajo!; la Carne Fresca, insultaba a las autoridades; Juan Aguau, era de verlo sobre aguau, cómo caminaba cuando estaba borracho; tres generaciones de Chabitas..., la verdad que, él, ya estaba viejo...
Colérico gritó: ¡Aunque viejo, sin espuelas y sin plumas, soy el gallo de este corral...! ¿Quién sino yo, con el trabajo de mis limosnas, ha hecho parar estas paredes de ladrillo y poner este techo de calamina y este piso de cemento?... ¿Quién pagó el camión para que mi hijo haga los viajes a Lima, llevando y trayendo la verdura?... ¡Ay, el camión!... y volvió a llorar.
_¡Tome, don Peche Pacheco, tómese un corte pal frío de la noche y pa que olvide las penas...!
Deshidratado por el llanto, bebió con sed y se adentró en la oscuridad de sus ojos a hablar con su mente.
El era Peche Pacheco, y a pesar de ser un pobre ciego, se había hecho llamar por su nombre y apellido. Nunca se vio al espejo cuando mozo, pero debió haber sido guapo, porque... buenas limosnas de amor cosechó entre las mujeres... Recordó a la madre de su hijo... ¡Desgraciada, con qué gusto, si la hallara, le retorcería el pescuezo, al igual que a la gallina!...
_¡Apenas ajustó la dieta se fue con otro, alzándose todas mis pobrezas!.
_¡Calma don Peche Pacheco, no llore que se le irritan las vistas!.
Menos mal que, este abandono fue motivo de su florecimiento económico. Con la criatura recién nacida en los brazos, repetía su historia en el Mercado, en la Plaza, en la Estación, y a donde sintiera multitudes... _¡Una limosnita, hermanito, para este pobre cieguito...! las buenas gentes de Sullana doblaron su generosidad. Casi nunca centavos gordos. Medios, reales, pesetas, medio soles y enteros, le ponían en la mano.
Más tarde, y con ayuda de una mujer, pudo poner un puestito en el Mercado, vendiendo en el mismo la verdura y la fruta que le obsequiaban de limosna.
Después compró una casita, haciendo del negocio una pulpería y librando así a su hijo del mundo miserable y amoral de la mendicidad. Hasta se permitió contratar parientes para el cuidado de la casa y del hijo, convirtiéndose entonces en jefe de familia. Valientemente continuó en su trabajo de pordiosero, recorriendo, a veces, la ciudad, cuando no sus “oficinas”, como llamaba a los sitios en los que más limosnas recababa. Su hijo aprendió a leer y a escribir y, ya hombre, quiso correr mundo y se fue de chulillo en un camión que hacía viajes a Lima.
Tan bien estaban las cosas que, parecía mentira que a un hombre cieguito como él, se le juntara tanto la plata.
Pudo levantar esta casa. El hijo iba y venía a Lima hasta que, en una de esas, se trajo a la mujer.
Desde que la oyó por primera vez, su voz le sonó a cacareo: _¡Yo soy chalaca!
_¡Pa su macho, qué polvo hay en este pueblo!... ¡Qué vederas...! ¡Esto no es como mi tierra... ¿Y este montón de gente?, ¿qué hace aquí metida, comiendo de balde a costillas de un cieguito?. Y despidió a sus parientes que le acompañaban.
Con el pretexto de interesarse por su suerte, empezó por contarle el dinero que diariamente traía de las limosnas. Íntegramente ella lo guardaba y administraba todos los gastos, bajo la aquiescencia del hijo que se disculpaba:
_Mire, taita, ella sabe hacer mejor las cuentas que nosotros, para eso ha estudiado y tiene experiencia, pues ha sido comerciante mayorista. La pobrecita ha hecho un sacrificio en venirse a nuestro lado a vivir en esta tierra, tan distinta de la suya, no me la aburra, que me se vaya a ir.
La maldita tenía la manía de amenazarlos con irse de la casa, a su tierra, a vivir con su familia a la que decía extrañar mucho. Y no paró, con ese pretexto, hasta traerse a todos sus parientes. Pero antes, los convenció de la compra del camión.
Haciéndose la tierna y la chiquita, le decía a su marido: _Mira, papacito, en cuanto nos compremos el camión, vas a ver cómo vamos a ganar plata y al cieguito lo sentamos en la casa a descansar.
Más, en cuanto llegó el camión, llegó el primo Hiposulfito y seis criaturas, a quienes presentó como sobrinitas, huérfanas de padre y madre. Entonces, descaradamente, se volvió dura y cruel exigiéndole traer cada día más dinero y reprochándole_ ¡Viejo haragán seguro que se cansó de abrir la boca y estirar la mano!... ¡Miren lo que trae... Miren lo que se deja dar el muy baboso puro centavo...!
Y el tonto de su hijo no sabía más que decir _¡No me la aburra taita!.
Hace ocho días oyó cantar a la gallina.
Había sacado una silla al corral en la seguridad de que en esos momentos se le iban a “aclarar las vistas”.
Presentía que el cielo estaba azul y ansiaba contemplarlo. Exactamente. Como una cortina, se le descorrió la ceguera. Oyó un canto de ave, chillón y destemplado. Pensando en sus ensayos de hombre cuando mozo buscó con la mirada algún pollón que se le asemejara. Vio, patente a una gallina colorada, grande, gorda, buchona y copetona que estiraba el pescuezo y aleteaba, a tiempo que cantaba como gallo, _¡Pezpita, machona!, le dijo, y le arrojó una piedra. Frente al gallo, con picotazos lentos, como una coqueta, se desvestía de plumas el encarnado buche... ¡Igualita a la chalaca, cómo se descota!.
Sintió que la vida se le iba al tope de la cabeza y el luto que presagiaba el canto de la gallina cubrió sus ojos. Apoyándose en las paredes llegó a la sala y le contó a su hijo: _En el corral ha cantado una gallina...
_¿Qué pasa cuando la gallina canta?, le preguntó Hiposulfito.
_Alguien se muere en la casa.
_Y que se hace para evitarlo?.
_Cuando la gallina canta, hay que torcerle el pescuezo...
_¡Alto con mis gallinas,_ saltó la chalaca._ son de mi negocio!.
_Pero... _intentó Julio.
_¡No sean contra la lechuza!. Si aquí alguien se muere, será don Pecho, por viejo...! y, melosa, le argumentó al marido:_ Papacito, si tengo un hijo y caigo a la cama tengo que comer gallina...
Conmovido, el hombre la abrazó y no se habló de la gallina. Como siempre, la mujer ganaba en todo.
Enrojeció de cuerpo entero al recordar la incredulidad de su hijo cuando le denunció la infidelidad de la Chalaca con Hiposulfito._ ¡Barajo, taita, no creí que Ud. en su cólera hacia mi mujer, iba a llegar a esto. Felizmente que ella ya me había dicho que Ud. la había amenazado con calumniarla...
Después... las exigencias que la Chalaca hiciera a Julio, para que emprendiera el fatídico viaje del que no regresó vivo... Recordó también la amarga realidad añadida a su desgracia. Todos sus ahorros estaban perdidos con el camión, al que, la maldita se opuso que aseguraran. Nada se podía recuperar.
A la altura de estos recuerdos se le acercó la Cucula, por alejarla de sí, le entregó los chupados restos de huesos y le dijo: _¡Sí, Cucula, cuando la gallina canta, hay que torcerle el pescuezo y añadió malévolo_ ¡El pescuezo, el pescuezo!.
Indignado, tosió fuerte, y como un arma y pensando herir a muchos, disparó su discurso a gritos:_
_¡Mujeres hay que, como las gallinas de mal agüero en el corral, cantan en su casa pretendiendo arrebatar la autoridad a los maridos. Cuando no los gritan, las muy mañosas, hasta con mimos y patrañas, los embaucan y los dominan. El hombre es lo más grande del mundo. Dios los hizo primero, poniéndolo así, encima de la mujer. ¡Ay de la mujer que intente montarse sobre el hombre!. Como a la gallina que canta, hay que torcerle el pescuezo, para evitar que la desgracia caiga sobre su casa y su marido. El hombre que hace y deshace tan sólo lo que dice la mujer, es peor que un juguete de trapo en manos de una criatura. No progresa, vive triste y estancado, como maldito de Dios y de los hombres, por los engaños que impasible consiente en su mujer.
Al eco de los tiros, que eran sus palabras, respondió el coro de ronquitos de todos los presentes. Había gastado pólvora en gallinazos, pues nadie oía su prédica.
De repente, alguno de los ronquidos se destacaba estentóreo sobre los demás, y luego se extinguía. Así una, dos, tres y hasta doce veces, y luego nadie más roncó. Extenuado por las emociones del día y el esfuerzo del discurso, se tendió en el suelo dispuesto a dormir.
Como en una pesadilla, intentó desasirse de las manos que le aferraban el cuello y de una vocecita que decía como secreto al oído: _¡Pescuezo, pescuezo!.
Era tarde para captar el trágico silencio y unir la acción de lucha contra esas fortísimas y pestilentes manos de la Cucula_
_¡Palomita, cuculita, a mí no!_ sólo pudo decir. La lengua que se le salía y no lo dejaba decir más.
Se fue el mendigo Peche Pacheco, llevándose como última visión un final de tragedia shakesperiana, y como delirio adentro de su ceguera, la imagen de la gallina, a la que, pocas horas antes, él diera muerte, molineteándola del pescuezo como un batidor entre sus manos.
En el cielo, el enrojecido cuarto menguante miraba, como enrojecido ojo de cíclope.
El burro de Mallares
Mortificado por los fuertes rayos del sol y las perversas risas que también le abrazaban la piel el hombre tullido se despertó. Los que siempre pedían un “en dispensando la mala palabra” para nombrar a un jumento; por él, despiadados y groseros, decían: _¡Ahitá, tirau..., igualito que el burro de Mallares! Miró al animal e intentó espantarlo con un terronazo _¡Burro de ...!, y a la eme despectiva, agregó las demás letras para manifestar de lo que era el burro.
El desdichado animal jamás, le abandonaba y le seguía a donde él se arrastrara. Con ironía increíble en un jumento, acompañándole, lo hermanaba con la triste moraleja de su vida_. ¡Pobre burro, tan pobre y tan burro como yo!.
No recordaba a este entre los que fueron de su pertenencia. Como en los pueblos se suceden orates atorrantes con el mismo nombre, así, en Mallares, nunca faltaba un viejo burro sarnoso, el que, por sus incurables mataduras y carachas era arrojado por su dueño para que vaya a morir lejos del corral.
La verdad era ésta y estaba confirmada por las calaveras que blanqueaban en el campo. Pero, sin embargo, todos relataban de uno que fue hermoso ejemplar borriqueño e importado de lejanas tierras. Aficionado en demasía a la algarroba y engreído en su papel de reproductor, cometió inconcebibles desmanes en el cruce de su especie, motivando esto que la indignada peonada le diera cruel y vergonzoso escarmiento, convirtiéndolo así en proscrito y a vagar eternamente paseando su castigo como una moral advertencia para la vejez de los hombres.
Como al burro, a él le trajeron de lejos. Sabía de los suyos que cayeron defendiendo las cabezas de famosos bandoleros. El ser descendiente y heredero de los mismos, le envalentonó e hizo cometer abusos y desatinos contra todos los que pudo.
Como el burro, él fue hermoso, fuerte, enamorado. Como el burro, no tuvo tino
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